En fila y como hormigas pobladores marchan sonrientes a sus hogares con trozos de carne y grasa de ballena.
Para los niños el carneo es una fiesta; algo extraordinario, de ahí su ánimo curioso y festivo. Entre moscas, perros y jotes, los chicos se pintan con sangre y juegan a ser pieles rojas. Cuando pueden ensartan palos afilados o fierros en la carne fláccida, mientras sus padres, machete o sierra en mano, siguen cortando.
Parecen pigmeos faenando a un elefante.
Surge el rumor que el aceite de ballena tersa la piel; que rejuvenece. Algunas mujeres le inyectan jeringas a la pulpa de ballena con el propósito de hallar ese líquido de la eterna juventud.
Es mediodía y el cachalote que varó la noche anterior en la playa. Bajo la población Los Pinares se ha transformado en una gran masa viscosa que cuelga sobre huesos pelados. Las vísceras parecen intactas pues al parecer a nadie se le ocurrió que éstas sirvieran para algo.
La policía y los marinos, en un principio no saben qué hacer; después se retiran sin intervenir.
Ese día de primavera de 1996 oscurece el perfil de la ciudad. Antofagasta es noticia por un desquiciado acto. Las imágenes recorren el país. El mote de salvajes pena por varios meses a los antofagastinos.
El fotógrafo Arturo Miranda vive todo el proceso. Se instala en la noche en la playa, y con algunos intervalos (usa cámara con película fotográfica), desarrolla su labor hasta el otro día. Reconoce que el animal estaba vivo cuando empieza el descuartizamiento.
“Yo llegué como a las 12 de la noche; el animal respiraba. Hubo gente que hizo esfuerzo para devolverlo al mar. Intentamos empujarlo, pero no pudimos; se necesitaba una grúa o al algo así. No eran kilos sino toneladas. Trataba la gente de hacer hoyos en la arena, para sacarlo, sin embargo pegaba sus coletazos”.
Miranda se reconoce comprometido con las causas ecológicas y en consecuencia su aparición responde sólo a registrar el rescate de la ballena y ayudar. Sin embargo pasan las horas. El rumor de que una ballena está varada se extiende por las poblaciones colindantes.
De madrugada hay un cambio de personas. Pronto los recientes observadores regresan portando cuchillos y machetes. El cetáceo permanece vivo, agonizando, según el relato del reportero gráfico.
Minutos después comienza el salvajismo.
-¿Y usted no hizo nada para detenerlos?
Miranda mira fijo y dice que era imposible. “Intenté persuadirlos sin embargo no me hicieron caso. Portaban cuchillos. Preferí tranquilizarme; luego me inundó la pena, me corrieron las lágrimas. No podía hacer nada ante un millar de personas en el lugar. Era yo contra ellos”.
locura colectiva
Miranda se sienta sobre la arena y observa. Dice que la motivación no era el hambre, sino que era la avaricia de quedarse con el trozo más grande. “Pensaban vender la carne; imaginaban que valía mucho dinero. Unos hablaban de importarla a Japón, donde pagaban bien y por eso llenaban baldes con lo que parecía grasa”.
De algún modo la hipótesis de Miranda, se confirma cuando horas más tarde capta un trozo de la ballena en el terminal pesquero.
Miranda dice que tan potente era la locura en ese momento que los marinos se vieron sobrepasados. “La Armada pudo haber salvado a la ballena; me imagino haber conseguido un remolcador y puesto una soga para arrastrar el animal mar adentro. Hubo desinterés por parte de las autoridades de la época y es que nadie proyectó como terminaría el asunto y qué significaría para la ciudad”.
-¿Qué le impacta más a usted?
-La estupidez de intentar extraer aceite de ballena con jeringas para hacer cremas para la cara; todos daban recetas diferentes. Me impactó que los chicos jugaran con la sangre de ballena y entre los restos de ésta, a vista y paciencia de sus padres. Algunas chicos saltaban sobre el animal. Para los chicos era un trofeo tener algo de la ballena. Hay uno que aparece con un diente en la mano y una sierra en la otra mano. Un anciano llega con una bolsa de papa y le dice al teniente si le permite sacar un pedacito de carne de ballena para la casa. Aparecía gente de todos lados.
Registro
Arturo Miranda logró registrar todo el proceso. Parte de su trabajo salió en la edición de La Estrella de aquella ocasión.
Sin embargo lo que valora Miranda, es la posibilidad que su material fuera utilizado para concientizar sobre el medio ambiente. “Me invitaron a un congreso latinoamericano en Viña del Mar sobre cetáceos marinos. Fui en representación de la asociación de scouts de Chile y con el apoyo del biólogo Carlos Guerra.
Las imágenes se expusieron en la Intendencia de Antofagasta. El profesor Luis Torti Rivera, hizo un cuento que denominó “Había una vez una ballena”.
A su vez, el registro fotográfico y de video que logró Miranda, fue editado por el documentalista Omar Villegas (Las imágenes extraídas para esta crónica pertenecen a ese trabajo).
-¿Qué lección saca de todo esto?
-Hay mucha ignorancia. No culpo a la gente que bajó como una jauría salvaje por esa actitud sino a la carencia de educación. No tenemos la preparación en los colegios y familias, de que todo ser viviente se merece el respeto y sus espacios. Creo que si una ballena como esa vara hoy en la costa antofagastina, quizás otra vez nos repitamos el plato.
Cuando sólo quedan vísceras del animal, Miranda decide retornar a su casa. El hombre se retira triste y cabizbajo; derrotado.
Después de varios días las entrañas del cachalote expelen mal olor. Miranda dice que la misma gente que descuartizó al animal, ahora pide a la municipalidad que retire los restos fétidos de la playa. Ahora eran escrupulosos.