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El bar agrada de inmediato a los resecos trabajadores. Es simple: una barra, cervezas, sillas y mesas. Adamson es una calle de sombras por los árboles. Es una calle distinta, fresca y agradable.
El barrio no pone problemas a la sala de recreos. El local abre después de almuerzo y cierra a las 21 horas. De esa manera ha sobrevivido casi 70 años. La excepción en la hora de cierre la marca algún partido de fútbol que exhibe la televisión. El romance entre el bar y los parroquianos se ha extendido hasta hoy. Ya van casi tres generaciones.
Hace poco se murió el último de los ferroviarios que vio surgir al bar. Su foto como la del resto de los parroquianos habituales tapiza un sector de las murallas. Es un rompecabezas de sonrisas, a veces unas más desdentadas que otras. Hay padres e hijos; abuelos y nietos. Espuma de cerveza en las barbas. La seriedad no entra. Lo interesante es que en ese bar la alegría no se confunde con la locura. La mayoría se conoce. Si no está en el álbum fotográfico familiar, entonces deberá preocuparse. Lo observarán. Lo tantearán. Hay un profesor de canas y terno que bebe su cerveza después de la jornada. Hay rostros delgados, sonrientes. Un hombre de polera amarilla pasa la tarde. Frente a él se extiende un afiche con una chica en bikini con una cerveza en la mano.
Entre risas, el señor dice que una mujer como ésa (la del afiche) de carne y hueso tendría su foto de inmediato. Correrían por imprimir la foto.
Las conversaciones giran en torno al día, al fúbtol y las mujeres. A veces el bar reemplaza al living de la casa. La televisión al frente y un vaso con cerveza. De esa forma la tarde se deshace.
Lo de las fotos partió hace un par de años para conceder un sentido de pertenencia.
A Don Senén lo sucedió en la regencia del bar su esposa, doña Margarita. La doña era una mujer que tenía el necesario temperamento para dirigir un bar. A la postre el bar heredó su nombre. La doña estuvo a cargo de la barra desde la década del 60. De esa manera crió a sus hijos. Los chicos jugaban entre medio de las mesas.
Margarita falleció el 2009, por el recrudecimiento de una diabetes. Uno de los cuatro hijos de Margarita, Carlos, asumió hace cuatro años la tradición familiar. Era el único que tenía tiempo, confiesa Carlos.
Carlos de rostro redondo y sonrisa rápida dice con entusiasmo que al bar ahora le llaman “Donde Carlitos”. El abre la puerta, lo atiende y lo cierra. Mantiene los mismos horarios. La relación con los asiduos es estrecha. Bromea con el profesor que sale del baño.
Carlitos dice que hay momentos en que los clientes se atienden solos. Dejan el dinero y extraen la cerveza. El nivel de confianza es superlativo.
Andrés, hermano de Carlitos, dice con rostro de récord que el bar puede jactarse que en casi 70 años no tenga antecedente de alguna riña. Ninguna, insiste.
Una de las razones para éste record la entrega Carlitos. “Aquí todos se conocen. Cuando alguien llega medio odioso, todos les decimos que se retire. Así funcionamos”.
El consumo promedio del parroquiano varía entre una cerveza y tres cervezas. Sin embargo cuando hay un partido importante la cantidad de cervezas per cápita sube como la espuma.
Los dos televisores del local conviven con radios antiguas. Un afiche de Condorito de los años 50, que dice “no se fía, no insista” atrapa miradas. Detrás de Condorito, hay una vieja pizarra con precios donde se lee Pilsener y Malta. La barra se extiende desde el afiche de Condorito por alrededor de un metro y medio. El espacio que sigue está cubierto por refrigeradores con cervezas, un póster con una alineación añeja del Club de Deportes Antofagasta (CDA) y luego cajas de cerveza.
Carlitos dice que el precio de la cerveza es económico. Ninguna cuesta más de dos mil pesos.
Las expectativas ahora están puestas en el mundial. Carlitos con las manos en jarra, dice que la convocatoria es para todos los parroquianos del barrio y quienes deseen sumarse. Es el décimo mundial que el bar exhibirá a través de la televisión.
Antes fue la radio. Aquí se reunían a escuchar el mundial de 1962, dice Carlitos. Abre los ojos y aclara que todos son de la roja o de los pumas (CDA). Los educados bebedores no alardean de su club cuando juega. “Yo soy de los pumas y de la Unión Española”, afirma Carlitos.
La palabra “picada” le gusta al señor.
La carencia de un nombre en la puerta, las fotografías en las paredes y las mesas dispuestas de manera cercana, hacen que a este bar sólo lo conozcan en el barrio. Es uno de los pocos que sobrevive en Antofagasta. Sus parientes son el Quitapenas y La Tuerca (calle Ballavista).
El nuevo impulso del bar, dice Andrés, quien es profesor de historia, se lo entregan las nuevas generaciones del barrio. Estos parroquianos son profesionales jóvenes que pasaron su infancia en el sector. Los niños ahora son profesores, geólogos e ingenieros. Llegan los deportistas después del partido de baby. .
Carlitos pregunta cuándo saldrá esto. Le digo que mañana (hoy) Dice que será la primera vez que el bar de calle Adamson aparezca en el diario en sus 70 años de brindis.
Fotos: Sebastián Rojas Rojo.