El televisor era pequeño, plomo, tenía los bordes niquelados, moderno para la época y frente a él había tres personas cubiertas con frazadas que estaban convencidas que madrugar por Martín valía la pena. La escena se repetía por el barrio, la gran vía. Martín Vargas, el púgil con cuerpo de jinete, esperanzaba. Eran las 5 de la mañana. El sonido de los pitos de las teteras se mezclaba con los despertadores. Había más ruido de lo habitual en la fría madrugada del 1 de junio de 1980.
Algunos tuvieron insomnio. Esos pasaron la noche en vela. La pesadilla estaba a la vuelta de la esquina. Eran años brumosos.
La opción era posponer el desayuno para después de la pelea. Pensaban que el té iba estar más dulce y la marraqueta más crujiente.
En el barrio había confianza en el instinto homicida de Martín. Era un barrio de casas iguales y pasajes estrechos; cuando pasaba un auto muy ancho la gente debía adherirse a las paredes. Los inviernos se caracterizaban por las ausencias. Sin embargo esa madrugada exhibió más gente en la calle; hasta las panaderías abrieron más temprano.
Había necesidad de celebrar algo. El barrio era Martín; Antofagasta era Martín y Chile era Martín. Qué importaba el rival, si teníamos a nuestro Martín, el duro, el pecho de palo y el puño de martillo. El hombre que con una buena mano hacía dormir a sus contrincantes.
¡Pega, Martín, pega! Gritaban al borde del ronquido, en el barrio.
Era la tercera vez que Martín disputaría el título mundial, y quizás la última. No era el mismo Martín a quién, según Martín, le robaron la pelea en Mérida, México, contra Miguel Canto. No era el mismo Martín que peleó en el Estadio Nacional, contra el mismo Canto y ante la presencia del dictador Pinochet como hincha. Nuevamente esa vez perdió por puntos. Un día anterior de la pelea alguien vio borracho a Martín y el rumor se extendió como maleza.
Y nunca estuvo tan cerca de lograr el título el boxeador osornino como en noviembre de 1978, cuando en la plaza de toros de Maracay, Venezuela, le dio como bombo en fiesta los primeros cinco round al venezolano Betulio González. Eran quince asaltos con alta temperatura y mucha humedad. El experimentado Betulio aguantó el vendaval inicial de Martín. De a poco Betulio comenzó a dar, a golpear. Paff, paff, paff, boff. La seguidilla de golpes comenzó a extinguir a Martín. Llegó el round 12 y Martín besó la lona. La toalla voló por los aires. Martín terminó con los dedos rotos y con el convencimiento que si habría aguantado los 15 asaltos, habría ganado por puntos.
Algunos tuvieron insomnio. Esos pasaron la noche en vela. La pesadilla estaba a la vuelta de la esquina. Eran años brumosos.
La opción era posponer el desayuno para después de la pelea. Pensaban que el té iba estar más dulce y la marraqueta más crujiente.
En el barrio había confianza en el instinto homicida de Martín. Era un barrio de casas iguales y pasajes estrechos; cuando pasaba un auto muy ancho la gente debía adherirse a las paredes. Los inviernos se caracterizaban por las ausencias. Sin embargo esa madrugada exhibió más gente en la calle; hasta las panaderías abrieron más temprano.
Había necesidad de celebrar algo. El barrio era Martín; Antofagasta era Martín y Chile era Martín. Qué importaba el rival, si teníamos a nuestro Martín, el duro, el pecho de palo y el puño de martillo. El hombre que con una buena mano hacía dormir a sus contrincantes.
¡Pega, Martín, pega! Gritaban al borde del ronquido, en el barrio.
Era la tercera vez que Martín disputaría el título mundial, y quizás la última. No era el mismo Martín a quién, según Martín, le robaron la pelea en Mérida, México, contra Miguel Canto. No era el mismo Martín que peleó en el Estadio Nacional, contra el mismo Canto y ante la presencia del dictador Pinochet como hincha. Nuevamente esa vez perdió por puntos. Un día anterior de la pelea alguien vio borracho a Martín y el rumor se extendió como maleza.
Y nunca estuvo tan cerca de lograr el título el boxeador osornino como en noviembre de 1978, cuando en la plaza de toros de Maracay, Venezuela, le dio como bombo en fiesta los primeros cinco round al venezolano Betulio González. Eran quince asaltos con alta temperatura y mucha humedad. El experimentado Betulio aguantó el vendaval inicial de Martín. De a poco Betulio comenzó a dar, a golpear. Paff, paff, paff, boff. La seguidilla de golpes comenzó a extinguir a Martín. Llegó el round 12 y Martín besó la lona. La toalla voló por los aires. Martín terminó con los dedos rotos y con el convencimiento que si habría aguantado los 15 asaltos, habría ganado por puntos.
En directo desde Kochi
La luz natural aparece con la voz de circo de Carcuro.
El colorín está en Japón. TVN trasmite en directo desde Kochi. La imagen en blanco y negro está detenida en el ring. Los que están alrededor parecen maquetas. Todo parece un decorado de película. No parece haber ni frio ni calor.
Pronto entrará Martín.
Yoko Gushiken se llama el japonés y no cuenta con los pergaminos de Canto ni de Betulio. Dicen que es un paquete. Que es la oportunidad de Chile para contar con un campeón del mundo, pero no era el mismo Martín de Canto ni de Betulio.
La voz de Carcuro se torna intensa, casi indescifrable como si estuviera hablando japonés.
La presencia de Martín hace olvidar por un rato a Carcuro. Luego se fundirá la voz, los golpes y la carne.
Martín mirando fijamente al japonés. La cámara enfocada en el rostro del japonés de peinado afro y bigotes finos. El japonés clavando sus ojos eléctricos sobre el flacuchento cuerpo de Martín. Gushiken parece más alto, menos encorvado, más compacto y menos tímido. Gushiken juega de local. Gushiken parece una mantis religiosa y Martín un saltamontes. Gushiken parece sacado de una serie japonesa de dibujos animados. Gushiken parece Ultraman.
Gushiken está a punto de convertirse en Chile a una denominación para los matones de las escuelas donde hacían formarse como milicos.
Un moreno del que se pueden sacar dos Martín y un y medio Gushiken, es el árbitro. El moreno parece Kareem Abdul-Jabbar al lado de los mocosos.
¡Pega, Martín, pega! Se escucha en el barrio.
Chile al mentón
Parte el combate. Carcuro dice que los púgiles se estudian. Confía en la pegada de Martín. En cualquier momento vendrá el combo letal. Carcuro habla de jabs y uppercart, con la misma pronunciación anglosajona de los partidos de tenis, cuando dice: passing shot, drop o top spin.
Martín salva ileso el primero round.
La transmisión oficial se va con Gushiken.
Segundo round.
Todo Chile parece contenido en los puños de Martín. Chile al mentón. Japón hacia atrás. Chile repite al mentón.
Tercer y cuarto round lo mismo de siempre. Gushiken gana en los puntos. Martín parece atolondrado, con sueño, como si también hubiera madrugado para pelear. La pelea se torna tediosa. No hay que ser tonto para darse cuenta que pronto Gushiken terminará con la historia de Martín.
No es el mismo Martín, repito.
En el quinto y sexto, Martín es una esponja. La mantis religiosa asiática lo pasea con jabs y uppercut. La valentía de Martín no puede con la técnica y agilidad del japonés.
En el séptimo round, Martín comienza a golpear al aire. Yoko baila.
Al minuto del octavo round, Yoko envía un jabs a la cabeza y Martín cae sentado en una esquina. Chile cae. La carne está servida. 20 segundos más tarde Martín, el duro de Osorno, regresa a la lona. Se para, el árbitro lo revisa y continúa. Yoko se le viene encima, Martín baja la guardia. El árbitro termina la pelea. Fue otra mañana de derrota en el barrio.
Luego Martín acusará que los japoneses lo drogaron.
Un moreno del que se pueden sacar dos Martín y un y medio Gushiken, es el árbitro. El moreno parece Kareem Abdul-Jabbar al lado de los mocosos.
¡Pega, Martín, pega! Se escucha en el barrio.
Chile al mentón
Parte el combate. Carcuro dice que los púgiles se estudian. Confía en la pegada de Martín. En cualquier momento vendrá el combo letal. Carcuro habla de jabs y uppercart, con la misma pronunciación anglosajona de los partidos de tenis, cuando dice: passing shot, drop o top spin.
Martín salva ileso el primero round.
La transmisión oficial se va con Gushiken.
Segundo round.
Todo Chile parece contenido en los puños de Martín. Chile al mentón. Japón hacia atrás. Chile repite al mentón.
Tercer y cuarto round lo mismo de siempre. Gushiken gana en los puntos. Martín parece atolondrado, con sueño, como si también hubiera madrugado para pelear. La pelea se torna tediosa. No hay que ser tonto para darse cuenta que pronto Gushiken terminará con la historia de Martín.
No es el mismo Martín, repito.
En el quinto y sexto, Martín es una esponja. La mantis religiosa asiática lo pasea con jabs y uppercut. La valentía de Martín no puede con la técnica y agilidad del japonés.
En el séptimo round, Martín comienza a golpear al aire. Yoko baila.
Al minuto del octavo round, Yoko envía un jabs a la cabeza y Martín cae sentado en una esquina. Chile cae. La carne está servida. 20 segundos más tarde Martín, el duro de Osorno, regresa a la lona. Se para, el árbitro lo revisa y continúa. Yoko se le viene encima, Martín baja la guardia. El árbitro termina la pelea. Fue otra mañana de derrota en el barrio.
Luego Martín acusará que los japoneses lo drogaron.