-Pobrecitos los colombianos, los discriminan si son unas tiernas ovejas.
-Colombianos traficantes fuera de Chile.
-Monos colombianos.
Las frases fueron escritas con pintura roja, en las murallas, frente a la fila de extranjeros que culebreaba por las calles sudadas hasta el edificio de la intendencia de Antofagasta, frente a la plaza colón, a la que también le llamaban la plaza de los gitanos pues estos se bañaban en la fuente por el calor. Le llamaban la plaza de las palomas y ahora la de los colombianos. Los rayados eran borrados con pintura luego de las denuncias de xenofobia en la prensa. Pronto, en la noche, los rayados aparecían como un terco sarpullido.
En esa sucesión de escritos y borrados se encontraba la ciudad cuando en aquellos días de enero de 2012, arribó la familia Landazuri Castillo, desde el Valle del Cauca, Colombia. Lo más importante de estos afrodescendientes es que entre ellos estaba el protagonista de esta historia, un chico de 16 años que venía con la misión de ayudar a su padre en todo lo que éste le solicitara como cargar sacos, cargar un carretón, cuidar la fruta o quedarse en la casa al cuidado de sus hermanos mientras papá y mamá vendían las papas rellenas que cocinaban en una olla negruzca por el efecto del fuego a leña. Ni hablar de estudios pues Jean, nuestro protagonista, había alcanzado hasta lo que denominan en Chile, el primero medio, o sea le quedaban en potencia tres cursos o tres años para alcanzar la universidad, algo que como usted ya puede deducir estaba descartado.
El problema para el señor Landazuri, era que el adolescente Jean, de mirada esquiva cuando le hablaba su padre, no tenía entre sus planes desarrollar una vida tan simple ni menos ser lo mismo que su padre. Jean guardaba en su interior a un chico ambicioso comparable a cualquier chico chileno de su edad.
A estas alturas no cometa el error de proyectar a un futuro narco en Jean pues si lo hace usted pasará a las de los anti colombianos que rayaban las paredes de Antofagasta y que también tenían sus razones para hacerlo como explicaremos más adelante; por el contrario piense en Jean, como un muchacho que haría algo extraordinario.
-Chilenos maricones, nos tienen miedo.
Fueron los rayados que comenzaron aparecer cuatro años después de la llegada de los Landazuri Castillo.
1.
Cuando nos instalamos en Antofagasta mi padre emitió un suspiró, abrazó fuerte a mi madre y nos dijo que aquí nos quedaríamos hasta quién sabe cuándo. Era el final de una historia que partió en Tumaco, Colombia y con un cruce por Los Andes a pie, al estilo conquistador, de por medio, que a cualquiera lo dejaría congelado, pero sobrevivimos porque dimos lástima pues a quién no le iba a provocar lástima, presenciar a un hombre con una niña de 3 años en sus brazos, casi congelándose en plena frontera. Gracias a mi hermana estábamos aquí, mirándonos. Juntos o por separados y eso idea de independencia me la guardaba para mí como las frutas que después le robé a mi padre para regalarlas a una chica que me gustaba; podríamos pasar pellejerías, pero nuestras vidas no estarían en riesgo constante a excepción que lo buscáramos y qué iba a saber yo, en ese momento, lo que sucedería. Nos abrazamos fuerte en medio del garaje oscuro y olor a humedad que nos cobijaría por un tiempo. Mi padre rezó y luego por contagio lloramos; yo fui el último y lo hice pues recordé cuando atravesamos de madrugada la frontera y con el temor que nos agarrara la PDI. La parte más triste de mi vida, en este momento, fue la espera con frío, bajo cero y unas tremendas ganas de vomitar entre Bolivia y Chile, la incertidumbre, la impotencia y el miedo hasta que nos subimos a un camión con patente boliviana que iba hacia Iquique. Lloré. Mi madre, para variar, fue la que más lloró.
Demoramos un día en limpiar el garaje, que estaba lleno de bichos –al final nos íbamos a acostumbrar a convivir con diminutas cucarachas, arañas y hormigas que hacían su ruta sobre las expuesta cañería de pvc que nos daba agua- e hicimos con frazadas regaladas las separaciones. Todo lo que teníamos era regalado; el agua también. Quedamos juntos, apretados: dos camas y un colchón al suelo; nuestros pocos bártulos alrededor. No había conversación privada; mi padre era el que más sonidos del cuerpo emitía. Roncaba como animal. Nos reímos con mi hermano cuando mi padre se pedorriaba y lo hacía seguido. Yo dormiría en el colchón. Luego llegó el televisor, el regalo de un vecino. Era un televisor viejo y pesado, pero servía para que mi hermana viera dibujos animados. Tiempos después nos regalaron más televisores; algunos venían pegajosos y hasta con polillas en su interior. Los vecinos se compraban televisor LED, y nos daban los viejos. Llegamos a tener tres. A los vecinos les servíamos como basurero de algún modo. En vez de ir a botar las cosas al basural, nos la regalaban pues estábamos más cerca y nos podían servir. Así, en un momento, fuera de la casa acumulamos alrededor de 20 lavadoras y 15 refrigeradores. Las lavadoras y refrigeradores llamaban a más, hasta que un día, pero eso es más adelante la historia de mis padres, mi padre decidió tomarse una terreno y cobrar por cada cachureo que le llegara.
Veíamos solo televisión chilena. Mi madre se moría por ver Caracol TV. No entendía porque extrañaba tanto Colombia, si se quejaba tanto de ésta. Era contradictoria como todos los paisas; había que aferrarse a algo. Una vez mi madre gastó dos mil pesos, o sea un almuerzo para los cinco, en una cerveza Poker de 500 cc; se la tomó con tantas ganas como si adentro estuviera Colombia misma con todo su desorden, con toda su guerra interna. Quedó media borracha con ese poco, pues no acostumbraba a beber. Reconoció con desparpajo etílico que éste país era una mierda, no por el país, aclaró, sino por los vecinos que le hacían notar que era una negra, una pobre negra colombiana y vieja, que si fuera joven la tratarían de prostituta. Debía ser triste abrir la puerta y encontrarse con una cachetada de desierto. Tumaco, en cambio, era verde oscuro, de una fastidiosa humedad y con zumbidos de mal agüero. La puerta permanecía entre abierta durante el día para que entrara la luminosidad y espantara a los bichos. Por suerte, Antofagasta era una ciudad donde el sol se te adhería como cinta adhesiva hasta que se nublaba. Cuando en verano había nubes era como estar bajo una olla tapada. No había árboles ni llovía. Había que buscar la sombra de los palos postes y ésta era tan delgada que había que ser igual de delgado para disfrutarla. Las casas estaban encajadas en la arena dando la impresión de una ciudad marciana. El resto era cemento, asfalto y morros de arena. Una muralla separaba los modernos condominios de abajo, que tenían jardines y hasta piscinas –la idea era crear minis oasis-, con nuestro sector que eran casas similares entregadas por los gobiernos de turno. A veces algún vecino sacaba una piscina a la calle y los niños se metían, menos nosotros.
Nosotros vivíamos en una de esas casas del gobierno que estaba reestructurada entre un garaje que era el patio y la bodega, que era donde estaban las habitaciones, la cocina y todo eso. El baño era pequeño y estaba al fondo del garaje; justo donde comenzaba la bodega que estaba llena de cajas, todas del mismo tamaño. Entre las cajas había espacio para pasillos estrechos donde se podía circular. Por unos costados sacábamos la electricidad. El lugar nos los cedió la iglesia católica y a éste se lo cedió alguien de buen corazón, a quien no conocíamos pero de igual modo sentíamos un gran agradecimiento; en realidad mis padres sentían un gran agradecimiento por todos quienes lo ayudaban y un rechazo con quienes los discriminaban, no había medias tintas. No había que ser tonto para entender que nuestra función era cuidar las cajas que había en la bodega. Mi madre tenía las llaves, pues pasaba todo el día en el garaje. Abría y cerraba la casa.
Ni preguntar lo que había al interior de las cajas.
Luego los vecinos comenzaron a relacionar las cajas con los negros colombianos, o sea nosotros. Cajas llenas de drogas. Cajas llenas de armas. Cajas con drogas y armas. Cajas con ovoides. Cajas con colombianos adentro.
Una vez se llevaban las cajas y llegaban otras, con colombianos adentro. Calculábamos con mi hermano cuántos colombianos podíamos caber en esas cajas de medio metro por lado.
Mi padre era algo así como un Pablo Escobar negro, sin embargo las dudas se respondían por si misma ¿Por qué seguíamos pobres? ¿Cuál era el negocio? Entonces éramos parte de una red de narcotráfico más profunda de lo que podían imaginar. De partido, habíamos desovado todo nuestro cargamento; mulas humanas. Nuestros amigos colombianos no precisamente llegaban a saludarnos y hablar con nuestros padres sobre Colombia, sino que por el contrario; venían a desovar a nuestro garaje.
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(una novela que estoy escribiendo)
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(una novela que estoy escribiendo)