Al inicio de unaestrecha escalera porteña donde el sol no parece haberse colado en meses, un señor que representa una edad posterior a los 40 años, se acerca de improviso y me murmulla algo que no alcanzo a entender. Con un gesto le aclaro que no cuento con dinero. Voy rápido hacia algún lado. Le dice a mi espalda que está perdido, que lo ayude. Su tono de voz no es tan lastimero y eso me hace dudar. Me detengo. Da un par de pasos y se me pone al frente, nervioso. Me pide por favor que lo escuche. Lleva un bolso de un modelo antiguo, rectangular, color café y que parece cargado. Por favor, insiste en tono de súplica como si estuviera frente a un juez. Se presenta. Su apellido es Godoy, como el de un amigo y eso lo hace familiar. Pronuncia lento como entorpecido por algún medicamento. Es grueso de rostro y tiene unas pequeñas protuberancias blancuzcas en las mejillas y la nariz; detalles capaces de sonsacar alguna seña de asco en algún rostro sensible a la grasa. Parpadea. Sus ojos son grandes y de ese color verdoso de los potos de botella. Su mirada me transmite la ingenuidad de un personaje infantil robusto, algo así como el oso Yoggi. Deduzco que es un ser inofensivo. Su pelo es negro y permanece bien pegoteado hacia atrás por efecto de alguna gomina. No sobrepasa el metro 70 –tenemos la misma estatura-. Usa ropa ancha, tipo oficinista. Es domingo y sólo los evangélicos visten formales. La diferencia es que él no lleva corbata. En otro momento lo mando a la mierda, pero sus detallesme convencen de escucharlo. No sabe cómo empezar. Se lleva una mano al pelo. Su parpadeo tiende a regularse a medida que gana confianza. En ese momento, cuando ya he decidido escucharlo, se me repite esa sensación de vacío. Saco unas monedas y se las entrego para escapar.
Me dice que acepta el dinero, si lo escucho.
-Paciencia, son unos minutos- me pide al ver mi rostro desencajado.
Regreso.
Busco un lugar que no huela a meado en la escalera. Nos sentamos. La única panorámica que tenemos es un trozo de calle y detrás, la fachada de un antiguo edificio de concreto. De vez en cuando pasa alguien por la vereda. Son pasadas las 10 de la mañana y la ciudad permanece nublada, con algodones de neblina sobre esas casas decadentes que abotonan los cerros profundizando el cuadro general de tristeza. Lo mejor sería caminar, abrigarse caminando por el plano o abrigarse subiendo y bajando escaleras hasta el cansancio y luego quedarse quieto en el borde de un mirador como el paseo 21 de mayo y en ese punto, cuando aparezcan las alas, desprenderse.
La otra posibilidad sería emborracharse hasta llegar a hablar con los perros.
Le ofrezco un chicle. Me rechaza y dice que no masca chicle pues le duele la mandíbula. Se toca un costado de la cara. Me quiere decir algo, pero luego desiste. Dos veces se pasa la mano de delante hacia atrás por la cabeza. Ese gesto me hace recordar a Marlon Brando como el coronel Kutz de la película Apocalipsis Now.
Le pido calma y que me diga dónde vive con el propósito de dejarlo en su casa. Por alguna razón que no alcanzo a discernir, deseo verlo encerrado. Preso en un manicomio. Que desaparezca y no moleste.
Reculo. Puedo salvar a Godoy.
Me dice, lento, que lo conduzca al estadio, a la puerta, pues allí lo conocen y que le permiten entrar gratis y después verán cómo regresarlo a su casa. No tiene claro a qué hora juega su club, pero remarca gesticulando como si le hablara a títeres en las manos que debe escribir la estadística del partido y eso es algo serio, según el tono de su voz y la firmeza de la mirada.
Su actitud pasiva de hipopótamo cansado no coincide con el pestañeo enfermizo que acompaña su parlamento. Dice que se le extravió el estadio y eso terrible, remarca mirándose la palma de la mano como si en el centro de ésta hubiera un ojo que lo observara. Dice que no recuerda nada y culpa a la estadística. Extrae un cuaderno desde su bolso. Me lo extiende. Lo recojo de mala gana y no le doy el gusto de abrirlo.
Ábralo, insiste. Pienso qué adentro está la dirección o algún teléfono; por último un mapa.
Lo abro de mala gana.
Veo diagramas y nombres de clubes de fútbol. Recortes pegados en las hojas. Todo parece en orden, en un orden casi obsesivo.
Me explica, esta vez sin pestañear, que desde tal año, escribe en cuadernos todas las estadísticas de los partidos de su club, Everton, cuando éste juega de local y que a veces, cuando puede, viaja a otras ciudades del país a seguirlo. En una ocasión partió a Argentina con la barra, cuenta con el entusiasmo de ser la experiencia más grande en su vida. Everton jugóen Buenos Aires, contra Lanús, por la Copa Libertadores. Se emociona cuando dice que Everton ganó a Lanús en Buenos Aires; fue el primer equipo chileno de fútbol en ganar en Argentina, repite como intentando conmoverme. Mueve la cabeza. Fue magnífico, afirma inmóvil.
Imagino torres de papeles apilados y en el medio, un colchón. El estadístico sobre el colchón y arriba, en una hoja de cuaderno adherida con un clavo a la pared están escritas las formaciones de los equipos, los goles, los cambios, los minutos que estuvieron en cancha, uno porcentajes que no entiendo, las tarjetas, los nombres de los árbitros, el púbico, la recaudación y la cantidad de hinchas de cada equipo.
Por un rato Godoy me resulta una terapia.
Me muestra un doblado carné de socio; luego otra doblado carné de periodista y un tercer viejo carné de la asociación de fútbol profesional.
-¿Trabajas en un diario?- le pregunto.
Mueve la cabeza. Duda. Dice: -En estos momentos tomé licencia. Seguro, digo para mí, pues no puede andar trabajando.
No me deja decir te creo. Se mete la mano al bolsillo. Saca su billetera. La abre. Extrae un papel. Me muestra lo que debe ser la licencia y al ver mi desinterés, el papel vuelve al bolsillo. No sé que debe ser peor si contar el drama o martirizarse. Una gringa joven, de lentes, vestido y no muy alta, pasa con un cachorro de quiltro entre sus brazos a un costado de nosotros hacia ese punto de la escalera varios metros más arriba que de solo mirarlo duelen las pantorrillas. Demás está decir que la gringa ni siquiera nos mira. Dos hombres marchitos, duplicados, sentados en un escalón, no es algo para contemplar ni menos indagar. Cualquier insignificante acto de comunicación la asustaría.
Sí, parecemos dos hipopótamos humanos.
-El fútbol no es la vida- pontifico mirando un rayado ilegible en la muralla. Antes que me responda, pienso que me apresuré en el juicio, es como asesinarlo de una vez.
-¿Su familia debe estar preocupada por usted, señor usted está enfermo? Le digo con tono cariñoso.
Mira al suelo.
-Mi madre –contesta con rostro de duda-. Ella sabe que los domingos voy al estadio, pero desconoce mi nuevo problema de la memoria. Sonríe. Luego haciendo una mueca teatral me dice que las estadísticas son de éste año, de la gran campaña de Everton. De repente pienso como él, logro ubicar a mi equipo, proyecto aquella final de la Copa Sudamericana, en el Estadio Nacional... pero no, ya no; me dejó de motivar el fútbol. Me cuestiono se podría mantener mi cabeza ocupada en la estadística de algo para dejar de pensar en la muerte.
Lo miro a los ojos y cierro mis oídos para contemplar en el punto donde termina la escalera, tres chicos vestidos con los colores de Everton.
-Vamos-le digo de repente cortando su recital de Everton.
-¿A dónde? Pregunta levantando las manos.
-Te llevo al estadio- le digo con alivio.
-¿Tiene dinero?- dice al fin.