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Channel: En la frontera
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Gente Maruchan (relato de La Piedra Feliz)

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Dejo pasar un par micros cuyos  destinos escritos en colores flúor no me convencen y opto por una que va hacia el interior, simplemente por escapar del sol. El clima no estuvo dentro de mis prioridades cuando hace un par de semanas partí. Pensé en días nublados, fríos, como para permanecer un tiempo congelado.   
Subo.
El conductor es calvo, tiene un bigote cuidado, ondulado en las puntas,  de prócer y responde de mala gana si alguien le pide que se apresure.  Tiene una edad indescifrable, superior a los 40 años. Lo veo en el reflejo del vidrio y me comparo. Él tiene un destino; a mí me da lo mismo bajarme en cualquier lado y perderme. Un anciano debió morderse los garabatos. El conductor con asumida negligencia esperó que pasaran tres luces verdes; algo así como 5 minutos de detención, que desesperaron al anciano ¿Hacia va tan rápido un anciano? Pensé en la muerte, pero luego despabilé, el anciano tenía más claro su destino que todos nosotros. El conductor es un dictador nato. Manda en su metro cuadrado, en su máquina, en su tanque. Cuando no está conduciendo debe ser uno más de la masa sometida a las deudas, como yo y todos los que vamos respirando aquí dentro. Lo imagino subiendo doblegado a otro micro. Se ubica. Se pone a disposición del chofer y espera.   
Es mi trabajo, le respondió con fuerza el prócer al anciano. El anciano no tuvo consenso entre los pasajeros y estos éramos: yo y un grupo de adolescentes, estudiantes, que conversaban. Adhiero al conductor por pereza y porque no quiero alterarme por una discusión sin sentido. Si me vine para acá, es porque no quiero tener problemas con nadie.  
El anciano que llevaba una bolsa llena de sopas Maruchan hizo un movimiento nervioso con su pierna, movió la cabeza y lanzó un garabato silencioso. No tenía otra opción.  Cuando se sube a éstas micros, se acepta de inmediato la tiranía. Relacioné la espera del conductor en el semáforo con una deuda; una deuda que le atormenta y una deuda que en cada circuito de una hora y media apresura su envejecimiento. Por cada circuito le aparecen arrugas, canas y verrugas en el intestino.

Entre más circuitos que haga  y  más pasajeros que lleve, más dinero tendrá y en consecuencia sólo querrá aumentar las horas del día. A veces, en el terminal, el conductor se tomará una sopa Maruchan que lo revivirá y le abrigará las tripas para continuar circulando.
La sopa Maruchan es la droga.
Entonces para el chofer, el viejo es una pata de jaiba; algo que se sube y baja o un mueble, una cosa. Al final todos los pasajeros nos amalgamamos en una masa deforme de carne después de cancelar el pasaje.
En una delas extensas esperas frente a un semáforo me deslumbra el mohicano amarillo de un chico punk y su polola. Ella con rostro deslavado, de despertada de mediodía, sonriente, va abrigada en un paletó oscuro. Ambos cruzan lentamente sobre el paso de cebra; parecen felices como si hubieran hecho el amor toda la noche y ahora él le deja a ella en su casa después de fumarse un caño de marihuana como desayuno. Lindos. Recorto la escena y la ubico en medio de la ciudad de donde provengo y de inmediato siento el rechazo hacia el chico.
Yo también fui punk, pero me sacaron la cresta.
Puede proyectar a los orcos de la ciudad de dónde provengo.
Llevo dos semanas aquí y cuando no tengo nada que hacer parto a leer la ciudad a través de la ventana de una micro. No me interesa ir rápido o despacio. No importa la velocidad cuando asumes que nadie te espera al otro lado. Eres libre de bajarte dónde quieras hasta que sientes un frío en el estómago que te dices que debes regresar al punto de partida, al congelador.
El chofer se detiene.
La mujer es de ojos pequeños, piel del rostro apretada como cartón y su cabello está desparramado, sucio. Viste una desteñida chaqueta de polar que tiene adheridos restos de pasto seco. No durmió bien y quizás no se alimenta bien. Tiene la boca apretada. Su rostro me retrotrae al de un pariente quien nunca se pudo recuperar de la muerte de su hijo. Antes de pagar su pasaje, mira con desgano al interior del bus. Luego le entrega las monedas al conductor, voltea el rostro y se sienta justo detrás del chofer, en el sol.
Ahora somos seis en la micro. Todos en la sombra, menos la mujer que calienta su cuerpo como una reptil.
Los chicos hablan de uñas encarnadas. 
Serpenteamos por la costanera rumbo a Reñaca. El conductor enciende un cigarro mientras conduce. Toma el volante con una mano. La otra mano la tiene afuera con el cigarrillo en los dedos. Sabe que nadie le dirá nada porque fuma; si alguien de los presente lo hace, detendrá la micro, sacará el palo que tiene al costado y le dará en la cabeza. Afuera, un trío de bellos y bronceados trota.   
Espero que suceda algo extraordinario para acabar el cuento, en definitiva por eso justifico el costo del pasaje. Imagino a los chicos abrazando a la mujer triste; quizás algo menor: los chicos compadeciéndose de la mujer, buscando una manera de ayudarla, pero los chicos siguen hablando de uñas encarnadas.
Y yo.
Yo también podría abrazar a la mujer.
Afuera un hombre medio borracho vomita a un costado de la costanera, mientras una mujer lo espera. El rostro de la mujer me parece duro. Es la misma mirada de la mujer que va detrás del chofer. No hay ternura; no hay sueños. Ese momento es neutro para ambas.  La mujer de afuera descansará cuando el borracho se duerma. La mujer despertará cuando se le acabe la borrachera a su pareja, recién ahí comenzará su domingo.
De pronto el trío de bellos se cruza con la pareja decadente y se produce un exquisito contraste. El chofer frena de manera abrupta, lanza un garabato a un ciclista y aumenta la velocidad. Luego enciende un cigarro.
El viejo tose. El viejo va a Reñaca a mirar culos encintados.
Pienso en la pareja decadente. No me explico qué une a la mujer con el borracho. Una amenaza puede sustentar todo a esas alturas.
El chofer está amenazada por las deudas; la mujer que va detrás, amenazada por algo invisibles; le viejo por alguna enfermedad; los chicos por alguna infección en las uñas encarnadas y yo por algo que no quiero reconocer.
Sopas Maruchan.  Repite el anciano que ahora se pasea por la micro. Compro sopas. Su mano es áspera y los dedos son pequeños.
Vierte las monedas en su bolsillo.    
Los chicos siguen hablando de sus uñas encarnadas.
Me paro, camino hacia la puerta, miro a la mujer y le entrego la sopa.

La mujer me mira y  baja conmigo en Reñaca con la mano llena de afecto.

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