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Los Pincheiras

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Pasadas las 19.00 horas, cuando el sol comienza a huir del desierto, las puertas y las ventanas del pueblo se cierran de improviso. El silbido del viento se torna cada vez más entusiasta e imprime tensión, incertidumbre al asunto. En ese momento, la imagen es similar a esos pueblos de los western, donde dos guarros bandidos se batirán a duelo. De un momento otro, el viento es tajeado por el ladrido de los perros. Los habitantes de Sierra Gorda, ubicada en la mitad del camino entre Calama y Antofagasta, saben lo que viene; en consecuencia, ni se asoman, pues nadie quiere terminar con la carne mordisqueada ni con ese fastidioso tratamiento de inyecciones antirrábicas.
El horror está aún fresco: el 19 de octubre, cuando amanecía en el desierto, el pequeño gitano Isaac Nicolich, de 1 año y 11 meses, fue tironeado hasta la muerte por los ahora famosos perros salvajes.  
Una vez que la brisa espanta el calor, las desoladas calles de gravilla y asfalto que atraviesan el poblado se llenan de canes. Ahora  los perros son los dueños y señores de este pueblo carcomido por el sol.  Son jaurías de diversos tamaños y colores; sin embargo, hay una que parece dominar al resto. A esta manada, los vecinos le denominan “Los Pincheiras”, pues le atribuyen un arrojo salvaje y un aspecto especial.  
El dueño de un almacén ubicado frente a la plaza reconoce a “Los Pincheiras” por ciertos privilegios para hurgar los basureros de la plaza. Son los primeros y los que comen más.

El gitanito Isaac

Al saber nuestro interés por ir a la animita del pequeño gitano, Ana Ramírez, morena de rasgos finos, advierte que tengamos cuidado con los perros. Pueden aparecer en cualquier momento. La señora es la presidenta de una de las juntas de vecinos y frente a su casa se halla el sitio eriazo donde ocurrió la tragedia.
Mientras caminamos,unos perros amarillentos y debiluchos nos observan. Se ubican a cuatro metros de nosotros y no parecen agresivos. Justo cuando arribamos, la señora Ana divisa a la señora Rosa y la llama. La señora Rosa camina lento sobre la arena. A mediodía, el sol anestesia. La señora Rosa es quien sabe mejor la historia del gitanito, pues presenció, desde la ventana, cuando la madre halló a su hijo.
En ese momento de espera, la señora Ana confirma que en Sierra Gorda hay más perros que humanos y, lo peor, que tienen más poder.
El pueblo, con la población flotante producto de la minería, no supera los mil habitantes. La señora Ana respira y luego afirma que los perros son lanzados a la zona por gente “mala” que transita entre Calama y Antofagasta. “Tirar un perro es como lanzar un pequeño demonio”, comenta.
También dice que es necesario sumar a los perros abandonados por faenas mineras cercanas o empresas que hacen trabajos temporales.
Reconoce que de tanto fue el cántaro al agua, ahora es partidaria de la eliminación de todos los canes, al igual que varios habitantes del lugar; seguidamente gesticula y dice que están atados de manos, pues en el país “los perros tienen más derechos que las personas”.
La señora Ana  nos pregunta de dónde somos; luego, la otra señora, Rosa, hace un movimiento de cejas, y después cuenta.
En la animita hay una cruz donde cabe una campanita hecha con pita. En una lámina de cobre está grabado el nombre del niño. La animita fue hecha por la gente del pueblo; pues los gitanos huyeron una vez que sucedió la tragedia.
Lo que más impresionó a la señora Ana fue la imagen de los perros lanzando al aire el cuerpo del niño; parecía un muñeco, dice. Aclara que no alcanzó a hacer nada.
El niño, que estaba recién caminando, no sobrevivió a las heridas.
La mujer de ojos pequeños recuerda a un perro en particular que llevaba la batuta. Dice que es el can al que temen humanos y perros.
-Era el macho alfa -complementa la señora Ana.
A las señoras les consulto dónde ubicar a “Los Pincheiras”. Una de ellas indica arriba, en el basural o el cementerio. Miro hacia arriba y veo puro desierto. Por el calor, los perros deben estar durmiendo. Insisten que tenga cuidado.

“Los Pincheiras”
Subimos por un camino de tierra a 20 kilómetros por hora. La ruta se pone sinuosa y espesa. Nos proyectamos enterrados ahí, al alcance de “Los Pincheiras”. A esas alturas elucubramos a la jauría como perros deslavados, flacos, similares al can que vimos hace minutos atrás. Es difícil imaginar lo que viene.
No vemos ningún perro en la ruta.  Seguimos al basural. Nos subimos sobre una loma y comenzamos a silbar y a decir frases como “perrito, perrito, venga, perrito”; no encontramos respuesta. “¿Y si son perros imaginarios?”, se pregunta el conductor.  Es claro que es un pueblo insolado.
Nos reinsertamos a la ruta y continuamos hacia el cementerio. Un señor que va en su vehículo a botar basura nos dice que una parte de “Los Pincheiras” anda cerca del cementerio y nos insiste sobre el peligro. Nos sonríe el rostro cuando divisamos que esos bultos sobre la arena son canes.
Recostados baja la sombra que proyecta una muralla de adobe, reconocemos a quienes llaman “Los Pincheiras”. No parecen quiltros. Hay unos diez perros anestesiados repartidos en el sector y semejan pastores alemanes, algunos más peludos que otros y la mayoría de pelaje oscuro. Son perros grandes, fuertes. Están bien alimentados, como si tuvieran dueño. Calculamos que dos de esos te pueden dejar a mal traer.
Nos estacionamos a unos diez metros de los animales. Caminamos hacia ellos, hasta que uno se levanta y nos sale a recibir. El perro que debe ser el alfa del que hablan todos hace un gesto como si olfateara el aire. Llegamos a un punto límite. Estamos entre medio de los perros y el auto.
Luego sucede algo inesperado. El que parece líder de “Los Pincheiras” se echa atrás y camina. Lo sigue un par de perros. Otro animal, el más lanudo y grande, se queda observando la escena junto a otro grupo de perros. El conductor me dice que quizás éste sea el alfa y no el otro; éste parece más grande y nada amigable. Me acerco dos pasos y el can se para y me mira fijo, sin musitar nada. Calculo lo distancia entre auto y perros y prefiero retroceder. Una vez que echamos andar  el auto, todos los perros se mueven a paso lento.
El señor del auto, que ahora viene de regreso, se detiene frente a nosotros y dice que este grupo de perros es el más feroz. Afirma que nadie camina solo por ahí y que ahora, después de lo del niño -dice el hombre abriendo los ojos-, estos perros están cebados con la carne humana. La tesis del señor es que fueron abandonados por alguna faena minera y lograron sobrevivir en el desierto, pues si hay algo que hoy tiene el desierto, además de cobre, es basura; demasiado alimento en descomposición que botan las faenas.
Al bajar nos reencontramos con la señora Ana.
-¿Y qué tal “Los Pincheiras”? -nos dice.
Medio en broma, medio en serio, le avisamos que aún estamos enteros.

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