foto: Cristian Ochoa
...Después que regularizamos nuestros papeles en Chile, en los que quedamos certificados con la visa de inmigrantes y no como refugiados, como lo había deseado mi padre, y en consecuencia el Estado chileno no nos entregaría dinero para vivir, como había proyectado tan astutamente mi padre, no sucedió nada extraordinario por el lapso de unos meses, o sea sobrevivimos con las papas rellenas cuya demanda crecía como pan caliente por el sector y mi madre que ya no parecía tan triste amasaba una pequeña cantidad de dinero que guardaba en una caja debajo de su cama, y con la venta de fruta. Lo positivo era que se había acabado ese año, el 2011, el año de nuestra llegada, y nos encontraba este 2012 con la renovación de voltear la página y con las ganas de hacer cosas y así nos descubrieron las fiestas de fin de año con petardos, balazos al aire y reggaetón de Los Lulas, que cerraron su pasaje por dos días, pero no nos invitaron a la fiesta aunque nos chorrearon varias lucas por un encargo de 50 papas rellenas y donde sólo Eyhi tuvo algunos regalos – el de la Lula que fue un pokemón de peluche-. En las tardes de enero, ya en verano, con Alex, mi hermano, nos íbamos a bañar a la playa El Trocadero, donde hicimos amigos colombianos, negros como nosotros, algunos de Buenaventura y otros del valle del Cauca. Jugábamos a la pelota y nos bañábamos, después ya casi de noche subíamos por las calles de los condominios como si fuéramos los dueños, los capos, los putos amos, y eso también nos hacían creer las eludidas de los vecinos cuando paseaban a sus perritos pequeños y bien peinados como guagüitas. Al ver el grupo de negros que se les venía encima por la calle tomaban a los animalitos en los brazos y cruzaban a paso rápido para el frente y ese acto acrecentaba nuestro ego de invencibilidad, de poderosos, y más de alguna vez uno de nosotros los insultó por maricas y hasta los correteó a las puertas del condominio sólo por diversión. Más arriba de la línea del tren nos dispersábamos hasta nuestras casas. Nosotros teníamos la suerte que estábamos cerca, pero el resto debía subir hasta las faldas del cerro y a veces ellos sorteaban los piedrazos de los chicos chilenos que le buscaban bronca y que les gustaba medirse con los colombianos. No era raro que por ese entonces los colombianos de arriba, los de los cerros, comenzaran a criar perros pitbull y con estos caminaban tranquilos por el sector; lo otro era comprarse un revólver, pero nadie quería irse preso porque si hay algo que no nos gusta a los colombianos es estar encerrados.
Y a veces los chicos llevaban los pitbull a la playa. Tomábamos el gusto a que nos temieran.
Cada vez éramos más chicos en nuestro grupo y nos protegíamos, a pesar que surgían rivalidades porque la mayoría eran hinchas del América de Cali y había otros, los menos, del Deportivo Cali. A mí me gustaba la U. de Chiley era raro para el resto que me gustara un equipo chileno de fútbol, pero me gustaba el azul, el mismo color de Millonarios, el club que le gustaba a mi madre. Al grupo lo fundamos siete chicos y luego, a finales de enero, terminamos como 30 chicos y 3 pitbulls–aunque no siempre iban todos a la playa-, todos entre 12 años y 15 años o un poco más, hasta que llegó febrero, y uno de los chicos que lo conocíamos como Parrada, ése era su apellido y que era de los que tenía 15 años, murió al lanzarse al mar para salvar a su hermana, una mujer de 25 años, bella, como toda colombiana, que después de varios pataleos en el agua logró ser rescatada por unos chilenos que si sabían nadar bien y mantenerse a flote en ese océano encrespado que aparecía por las tardes, no siempre, en las pozas que rodeaban al Trocadero y que tenían nombres tan raro como la poza de los curas y la poza de los gringos. A Parrada nadie lo rescató. Después de varios minutos u horas, en ese momento de urgencia no sabes cuánto avanza el reloj, el mar se lo tragó. Luego unos marinos rescataron el cuerpo y lo dejaron sobre unas rocas como un bulto en espera que alguien lo viniera a buscar.
Los chicos chilenos siempre nos desafiaban a lanzarnos piqueros al mar, mejor si eran de más altura. A un chico chileno le escuché que los colombianos no sabíamos nadar en el mar porque éramos negros y no había visto nunca a un negro nadando, y lo dijo de picado porque siempre le ganábamos los partidos de fútbol, siempre y cuando jugara mi hermano Alex, sin mi hermano Alex éramos otra cosa y a veces nos empataban; esos chicos chilenos eran buena onda, pero tenía ese estúpido complejo de superioridad común en la gente de su edad en la ciudad.
Eran un poco más grande que nosotros y al parecer vivían cerca de ahí. Recuerdo que un chico chileno, mayor que nosotros, nos repitió que los negros no sabíamos nadar, y lo dijo pausadamente, ustedes no saben nadar ne-gri-tos y yo les daré las razones; lo dijo como un profe, como si tuviera la razón. Lo escuchamos atentos. Nos contó que si uno miraba cualquier documental sobre la historia de las olimpiadas no había ningún negro ganando una medalla de oro en natación. Nos explicó con afán de documentalista nazi, que cosas podíamos hacer bien los negros y que otra cosa no, y luego terminó su exposición diciendo que los blancos estaban hechos para pensar y nosotros, los negros, para trabajar y correr, y el absurdo terminaba diciendo que cuando dejáramos de delinquir podíamos llegar a ser un aporte al país y que nuestra salvación era el deporte y el mismo se imaginaba a un CDA (la sigla de Club de Deportes Antofagasta) lleno de negros bueno para la pelota, algo así como la selección de Francia, un equipo físico agregaba con pose de entrenador de fútbol. Ese chico siempre jugaba de arquero por el equipo de los chicos chilenos y siempre le hacíamos muchos goles. Una vez Alex lo reventó a pelotazos, creo que fue porque le dije que lo hiciera después de escuchar sus pésimas teorías.
Siempre me bañé en la orilla y nunca me adentré al mar, además que recordaba el cadáver de Parrada y el llanto de su hermana y luego el de su madre y su arrepentimiento por dejarlo partir. El cadáver estuvo por varias horas dispuesto sobre las rocas, cada vez más hinchado, babeando como perro envenenado, y con nosotros a su alrededor, esperando que se lo llevará el Servicio Médico Legal. Vi otros cadáveres en Colombia, pero en Colombia era más normal ver cadáveres baleados en la calle y no nos sorprendía tanto ese tipo de muerte, pero aquí estaba un amigo, ahogado, con los ojos vidriosos de pescado colgado, que podía ser mi hermano, tirado en el suelo del que no era su país y lo que más me molestaba era el desprecio de los chilenos o sus susurros fáciles de descifrar diciendo que era un colombiano menos, y yo no quería acumular rabia, ni odio, contra estos chilenos berracos, pero igualmente esas miradas y palabras me sonsacaban una profunda rabia, una ira que me descontrolaba.
Mañana, yo podía ser Parrada.
En esos meses de verano, los alrededores de nuestra casa-bodega se fueron llenando de cachureos. Afuera se había armado un jardín de lavadoras redondas y cuadradas, y por el costado comenzaban a apilarse los televisores potones, grandes y pequeños, y entre medio jugaban los gatos y perros –no criábamos por pitbull-, estos último se habían vuelto expertos en cazar pequeño ratones. A veces el negro Buenaventura, con un cigarro en la mano, nos lanzaba neumáticos o trozos de los autos que desmantelaba en su taller. Mi madre se había provisto de una cocina con gas y ya no tenía la necesidad de hacer las papas rellenas en la calle y mi padre, cuando llegaba de la feria y tenía ánimo, salía a vender los televisores viejos y refrigeradores en su carretón a las personas que vivían en el basural, si no tenía ganas, porque le dolía la espalda -dolor que se le hacía crónico con el tiempo y que sólo se le pasaba, afirmaba, con la cerveza-, se sentaba entremedio de los refrigeradores bajo una sombra y en una suerte de hamaca a admirar su jardín, decía, sin embargo cerraba los ojos y como viejo caimán calentaba su cuerpo con la tibieza del sol. Mi padre era el de acumular cachureos porque veía dinero en aquellos plásticos y metales oxidados, sin embargo por mi madre que todo eso se fuera a la completa mierda y se lo hacía saber a mi padre, cuando bebía, y comenzaban a insultarse entre ellos. Para marzo, mientras más tiempo pasara mi padre afuera de la casa era mejor para todos. Mi madre con el dinero de las papas rellenas había comenzado a arreglarse un poco más y se veía más bella porque iba al salón de belleza de una paisa que había colocado más arriba, en las tomas, y eso indignaba a mi padre, que insistía con manejar todo él y que mi madre por supuesto no se arreglara, la prefería fea para sentirse más seguro, y él ya se salía de las casillas por la indiferencia de nosotros que ya no le dábamos mucha bola por borracho. A esas alturas él único que le hacía caso y creía cabalmente en él era Alex, y él era su apuesta final y en consecuencia cuando le sobraba dinero le compraba ropa de futbolista y zapatillas, incluso le consiguió una camiseta actual del América de Cali, con el nombre de Willington Ortizestampado, su gran ídolo. Alex le preguntó quién era Ortiz, y él le explicó los pergaminos del goleador ochentero. A mi hermano si le preguntabas por algún futbolista colombiano, y al igual que el resto de los chicos, te respondía con James Rodríguez o Falcao.
Alex comenzó sus clases en una escuela cercana conocida como losArenales y no había que esperar mucho para que destacara como futbolista, para la alegría de mi padre quien veía en mi hermano como la salvación a todos sus dramas, pues pensaba que podía ser el nuevo James Rodríguez, pero negro, y jugar en el Real de Madrid, y de paso, llevar a la familia a disfrutar de Europa. Mi padre estaba ilusionado y cualquier asunto que interfiriera en su propósito podía provocarle una gran decepción, y mi hermano parecía ser su última esperanza aunque nunca se sabía bien con mi padre. Y Alex era un dotado para el fútbol, además de grande para su edad –tenía 13 años y medía un metro 75; superaba a los chicos chilenos de su edad- y suelto con los pies, corría bien con la pelota, giraba con ésta pegada al pie y hacía muchas piruetas, nunca le vi a nadie a su talento y hasta yo un día me sentí afortunado de ser su hermano y yo me vi también en algún lugar de Europa, esperándolo después del entrenamiento para jugar al Play, pero desistí de inmediato de esa idea pues debía continuar mi propio camino. Había decidido a forjarme solo, a pesar que esos días los pasaba entre la feria Vega y los de ida y regreso a casa, para luego irme a la playa. Ya en otoño me ganaba unos pesos extra como cargador en La Vega, en el tiempo que no estaba con mi padre, dinero que lo invertía en cajas de frutas o verduras que vendía afuera de los condominios, podía alcanzar un buen dinero y así iba subiendo mis ahorros, lo bueno que ni mi padre ni mi madre me molestaban con mi dinero, porque estaban conscientes que no iría nunca más a la escuela, y que tarde o temprano, pensaban, en algún momento que sucediera algo a mi padre, yo debería heredar el carretón y continuar con el negocio.
Un domingo, el día donde los vecinos del condominio salían de compras, apareció Patty de Snoopy con la intención de comprar manzanas. No me reconoció, lo que era positivo para que no se asustara y tampoco no viene al caso explicar lo que representaba para ella, aunque también se podía redondear en que era un colombiano en serie como algún Lego temático y que hablaba como muñeco sobre las Farc, papas rellenas y el Valle del Cauca –siempre me preguntaba lo que significa para otros por las miradas que me daban; era divertido-, y con cuidado mi chica, porque podría ser patudo, o sea sobarle la manito cuando me pagara y usted gritaría y me trataría de depravado. Patty, la de Snoopy, se fue con dos manzanas y gratis –aunque insistió con pagarlas-, las mejores por supuesto y una sonrisa de este servidor. Patty de Snoopy, por esos días, era la mejor motivación que tenía para vender frutas, por algunos días dejé de ir a la playa sólo para darles unas manzanas a Patty, pero no salía todos los días. Nunca la vi en la playa. Sabía que al interior del condominio había una piscina, y adentro de esa agua estaba ella con su cuerpo blanco y pecoso al sol, pero Patty se me fue a la punta del cerro cuando un día, después que se había llevado media docena de manzanas gratis, llegó con un chico de 18 años o mayor con unas zapatillas Nike fluorescentes que tenía una suela de oruga, y éste, delante de Patty que se quedó unos metros más atrás haciéndose la tonta, sin mirarme, y golpeándose con los dedos en la pera, me preguntó si tenía una movida de paraguayo, y antes que le respondiera, me dijo que me daría cinco mil pesos si se los traía lo más rápido posible, porque él –y esto lo deduje- no se atrevía a ir donde los Lulas pues -de vuelta vendría por lo menos sin sus zapatillas y unas patadas en la raja que hasta yo mismo, si fuera un Lula, le daría-, era bueno saber que uno era un embajador de los Lula, y podía sacarle provecho a eso; mal que mal tenía el pasaporte para salir y entrar de su cuadra. En esos días recibí varias propuestas desde el condominio, algunas sexuales como un señor de aspecto apergaminado, de cuarenta, con la piel adherida como telaraña a sus pómulos, moreno, pelo corto, gafas, bajo de estatura y bien vestido lo que lo hacía ver como un cadáver, quien me dijo con laxitud y voz media ahogada como quien tiene un resfrío que si quería ganarme unas lucas como modelo. Imaginé que quería fotografiarme, quizás como inmigrante, y que podía tratarse de un experto en fotografía, un artista, y así podía aprender. Le dije que me explicara. Fue directo: me dijo que era por tener sexo con él y qué cuánto le podía cobrar, y que cuando no estuviéramos dedicados al sexo, podríamos ver una buena película en su habitación, no porno, y comer pizzas.