Yaniza, una gitana de ojos café claro, finas facciones y cabello castaño tomado por un moño tipo tomate, dice con voz brusca que seguro nos mandaron a hablar con ella, pues es la que mejor maneja el castellano. Todo en su carpa está ordenado y limpio. A un costado una olla descansa sobre un cocinilla; frente a la bella mujer hay un televisor tipo Led. Ahora no tiene electricidad pues el motor se lo robaron.
El campamento gitano está ubicado en una superficie bajo la costanera, en el sector de la Villa Azul. Viven alrededor de 100 personas, la mayoría gitanos provenientes de la zona central. Vienen a pasar el invierno al norte; luego regresan a la zona de Lampa, Santiago, donde pasan el resto del año. Otro grupo de gitanos está afincado de manera permanente en el sector. No todos se conocen ni tienen las mismas raíces familiares; sin embargo están coordinados.
No se autodenominan como gitanos de dinero, a pesar de unas robustas camionetas; por el contrario nuestra entrevistada afirma que les alcanza sólo para sobrevivir.
Yaniza, 36 años, tres hijos, dos mujeres y un varón, dice con tono más suave que son varios los problemas que ahora mantienen.
El principal dilema dice la mujer que en sus brazos porta un lactante varón de intensos ojos azules, es una plaga de guarenes. Ratones grandes del tamaño de un gato, gesticula.
Luego indica un desagüe de aguas servidas que va a dar al océano como el nido de las ratas. Dos personas permanecen sentadas sobre la construcción que soporta el desagüe. Hay casi 10 metros entre el refugio y el desagüe. Eso es el otro problema, dice Yaniza que viste un vestido oscuro que le deja los hombros al descubierto. Denuncia que al sector llega gente desconocida a beber o fumar drogas. El fin de semana las visitas aumentan; el sector es un punto de carrete y excesos.
En consecuencia hay una atmósfera de inseguridad que se traduce en robos, como el que le afectó a su familia, con el motor eléctrico.
Un grupo de niños llega a la carpa de Yaniza, detrás de estos vienen unos perros pequeños. Los chicos juguetean entre ellos. Quieren fotografiarse. La mujer les dice algo en romaní. Los chicos se calman y observan tranquilos la entrevista.
Al grupo de suma Lulla, una gitana rubia, delgada, de ojos claros que parece gringa. Lulla que no parece tener más de 30 años, es la madre de Jacabo, el pequeño de ojos azules que Yaniza tiene en sus brazos. Yaniza le explica quienes somos. Luego hablan en romaní. Lulla hace una afirmación con la cabeza y dice que no saben qué hacer con los guarenes. Los describe. Finalmente Lulla no tiene muy claro a qué organismos pedir ayuda para hacer una fumigación.
Los niños juegan a pillarse; detrás algunos perros. Las gitanas recuerdan que en La Chimba no podían controlar a los perros vagos. Muchos antofagastinos los arrojan en ese lugar. Los perros de aquí, dicen, tienen dueños. El dilema es que cruzan y los atropellan.
Yaniza que vive en carpa desde que tiene memoria, reconoce que por ella viviera en un departamento como los gitanos ricos; “pero debo conformarme con esto”, dice resignada. Lulla también preferiría una casa. Ambas se quejan del frío.
No se atreven a pedir un subsidio por la tramitación.
Una joven madre se acerca a nosotros para que le leamos la receta que le dio un médico para su hijo. El chico, un gordo varón de meses de vida, estuvo resfriado. A ratos al chico lo cuida su bisabuela, una mujer de 80 años; la más antigua del campamento. A la mujer le cuesta pararse y caminar. El marido de la octagenaria debe dializarse a diario en el hospital. La joven madre nos pide unas monedas.