Hay marejadas. La pequeña embarcación sube y baja como balancín. Luego el mar se tranquiliza. La familia que nos acompaña en esta aventura, respira más relajada. Después de media hora de movido viaje hacia el sur, tras zarpar frente a la Isla Santa María, comenzamos a ver los primeros lobos marinos.
Los mamíferos mantienen sus rollizos cuerpos esparcidos sobre las rocas; algunos se asustan con nuestra presencia y se introducen al océano.
Una vez al año llegan las orcas, y la población de lobos marinos del sector se reduce. Es el ciclo de la naturaleza, dice Raúl Riquelme, el pequeño empresario turístico y dueño del “Garuma” , el bote en el que navegamos frente a las loberas de Punta de Tetas, el punto donde concluye en el mar lo que conocemos como el Cerro Moreno.
Si contáramos los lobos, dice Riquelme, fácil se llegaría a 800. Hay lobos de dos pelos (de un tono café) y los comunes. Los lobos de dos pelos parecen más flojos.
Avanzamos lento. Los lobos ganan confianza. Algunos nos observan; mientras los más pequeños se meten al agua y comienzan a nadar junto al bote. Le provocamos curiosidad. El niño de 7 años, que mantenía apretada la mano de su madre cuando surcábamos el mar, ahora se ríe. Los lobos parecen fotogénicos; juegan entre ellos, y algunos saltan, dando la sensación que pueden volar por algunos segundos sobre el océano.
Raúl Riquelme explica que estos animales no acostumbran a interactuar con el ser humano. Por tierra el acceso a las loberas es casi imposible. El hombre dice con elocuencia que mientras los animales estén más lejos del ser humano son más felices.
En consecuencia, dice el señor, para los lobos marinos esto es una experiencia extraña. Nos ven como bichos raros.
Cerca vemos a pingüinos de Humboldt. Esta ave es más asustadiza que los lobos marinos. Se esconden en el mar a medida que el Garuma avanza.
pez luna
Riquelme indica que una aleta sobresale del agua. Pensamos en un tiburón o algo parecido. La aleta blancuzca avanza lento. Los lobos marinos llegan primero al lugar y rodean la aleta.
La figura que exhibe el agua parece la de un enorme y extraño pez. Es una gran cabeza de pescado con aletas; un animal con atmósfera extraterrestre.
Al ponernos cerca, comprobamos que es un pez luna.
Nuestro guía dice que estos animales pueden llegar a pesar una tonelada y se mueven lento. No son agresivos, característica que tranquiliza a uno de los niños.
Riquelme aclara que no es común ver a estos peces. Lo mira nuevamente y dice que está sano.
La señora pregunta si se comen. Riquelme hace una negación con la cabeza.
Los lobos marinos lo rodean y empiezan a nadar al lado del pez.
Riquelme recuerda algunas anécdotas de buceo con el pez óseo más pesado del mundo. “Mientras estaba sumergido, miré a un costado y me apareció un ojo gigante que me observaba; pensé que era un pulpo o algo similar, sin embargo cuando me eché para atrás observé que era un pez luna gigante. Son animales pasivos”, afirma.
Dejamos al pez luna. Seguimos navegando al lado de nuestros amigos lobos. Ya ha pasado más de un hora y media desde el zarpe. La marejada se acrecienta y regresamos.