Una vez que el predicador le dice que los gringos lanzaron en Japón la más terrible bomba que el mundo imagine y que ahora mismo hay que arrancar hacia los cerros pues en las próximas horas se vendrá el diluvio que transformará el desierto en un mar de pura agua bendita del señor; Palomino, quien ya imaginó ese momento y en consecuencia reparó la vieja y roída embarcación de palo estacionada sobre el ripio de la oficina Santa Luisa, hasta transformarla en una suerte de arca para preservar las especies, comienza de manera nerviosa a subir los animales y bichos que fondeó en su patio, casas abandonadas y cajitas de lata.
Palomino juega a ser Noé en medio de la nada.
Justo antes de que comience a garuar, el hombre viendo perderse detrás de los cerros a quizás la última familia del pueblo y con un persistente dolor en un costado de la cara por una sinusitis mal cuidada, piensa en comenzar una nueva vida; lejos, con otro personajes quizás, sin dolor y con otra historia.
Palomino quiere desaparecer por un rato de su mundo.
Y luego regresar quizás al mismo campo del sur, donde corrió descalzo cuando niño.
Lo otra posibilidad es no sobrevivir.
A la 6 de la tarde el frío aprieta las carnes hasta casi la inmovilidad. La garúa da paso a la llovizna. La camanchaca cae espesa sobre los cerros y se filtra por los extremos del caserío como algodón desvencijado. El cielo permanece tapado por una madeja de nubes grises. Puede decirse que lo más extraño es el ruido que emiten las aves al volar de mar a cerro; son graznidos medios desesperados, agudos. La pareja de asnos que había reunido Palomino desde que dibujó el apocalíptico escenario golpean sus cuerpos entre ellos o contra las latas.
El hombre inicia el embarque con los perros.
La semana anterior, abajo, en la caleta de Paposo se había producido varazones de jibias y de unos raros peces plomizos, no tan grandes y forma de boomerang, conocidos a lo largo de estas costas como kalules. Fue un tal Alcides, chango de Paposo, quien por primera vez le habla a Palomino sobre el mito del kalule.
La historia del kalule no es muy conocida. Sin embargo, quienes saben de ésta, la mayoría pescadores ancianos o gente ligada a Paposo, temen que alguna corriente o cualquier otra marea regrese al pez. La última vez que varios de estos peces, de carne blanca y espinas blanduzcas, cayeron en las redes de los pescadores fue meses antes de concluir la Primera Guerra Mundial, justo cuando los alemanes inventaron el execrable salitre sintético que de un día para otro, desnutrió a toda la pampa.
Podría decirse que los kalules estaban casi botados en Paposo. Palomino cargó su carreta con pescados y subió por el empinado camino en zigzag. Una vez, arriba, en la quebrada y bajo el enjambre infinito de estrellas, Palomino se siente afortunado de haber conseguido la comida suficiente para alimentar a sus animales en caso que se produzca el final. Para el chango Alcides el cargamento de kalules es similar a uno de dinamita. Esa noche había luna llena y el mar parecía iluminado. Luego de darle de beber al exhausto caballo, Palomino comió algo de charqui y observó el océano con la intención de divisar algún submarino alemán. Durmió un rato y por la madrugada, cuando amanecía, siguió hacia Santa Luisa.
La llovizna se hace intensa.
Ahora los charcos se transforman en pozas. Palomino sube al vigésimo segundo perro y deja para al final a Mussolini, el lanudo quiltro negro de tamaño mediano, algo rechoncho y patas breves.
El imperturbable Musso, con el pelaje brilloso por la lluvia, sigue a su amo que ahora va a desamarrar al trío de jotes, a los que Palomino llama los SS por su pelaje plomo.
Gracias a la Segunda Guerra Mundial, la actividad en la salitrera Santa Luisa había revivido un poco. Antes que Chile declarara la guerra al Eje, todos los países en conflicto importaban salitre para fabricar pólvora; después, en cambio, la producción sólo iba para los británicos a quienes casi se les regalaba el salitre. Así, había que trabajar gratis para ellos o irse a la punta de cerro y esto, sumado a los maltratos añejos de los británicos hacia sus obreros en las salitreras de principios de siglos, provocó que la mayoría de los obreros del cantón de Taltal simpatizara con los Nazis de Hitler. Sin embargo tras el cese de las hostilidades en Europa, las importaciones de salitre se atenuaron y la gente, que ya sabía de éxodos y penurias, de inmediato agarró sus cachivaches y se largó hacia las salitreras ubicadas al norte de Antofagasta o hacia Taltal, para embarcarse al sur con la incertidumbre de no tener claro que iba a pasar con el mundo.
En un lapso de dos semanas había más perros que personas en Santa Luisa.
Al final quedaron: el predicador que iba y venía de Taltal, una familia cuyo hijo menor estaba enfermo y por esto no podía irse y Palomino, nuestro protagonista de una edad superior a los 50 años, de estatura media, cuadrado, y de quien se sabía que alguna vez tuvo una familia. El mito decía que ahora Palomino se follaba a las ovejas y las chanchas. Palomino por casi 20 años había trabajando en la chanchería de Santa Luisa, a veces como matarife; quizás esta razón, de convivir con los cerdos, generó rechazo social en un pueblo chico, donde todos se conocían las historias pues no había más entretención que la vida ajena.
A esas alturas, el predicador era quien le iba narrando los avatares de la guerra, en consecuencia para Palomino era trascendental conversar con éste. En los buenos tiempos el predicador iba una vez a la semana a Santa Luisa desde Taltal, con el propósito de ver a su grupo de seguidores. Después las visitas se fueron reduciendo hasta una vez al mes.
El problema era que el predicador, también forofo nazi, interpretaba la historia a su modo. El hombre hacía una mezcolanza absurda pero creíble para gente aislada como Palomino; así los nazis venían a ser el pueblo elegido por Dios, y con su derrota a manos de los comunistas ateos y los capitalistas que vendían hasta su madre, provocarían mi hermanito, así le decía a Palomino, la ira de Dios y con esto un diluvio, el mismísimo apocalipsis ¿Me entiende? Palomino lo miraba con atención con sus ojos color marrón pero fríos como el hielo y pensaba en tener pronto reparada el arca; su arca para salvarse con sus animalitos.
El golpeteo de las gotas del cielo sobre las calaminas oxidadas, extiende esa contradictoria musicalidad que puede resultar bella al oído, como también reflejar el achaque de algunos que en un momento, cuando en Santa Luisa los niños jugaban a ser marinos en el barco de madera, vieron empaparse sus enceres hasta la inutilidad. Por esto en Santa Luisa, a ese tac, tac, le llamaban la música triste; la música de los aluviones.
Palomino agarra los dos jotes medios famélicos, los SS, y los lanza en el compartimiento para las aves, que está frente al de los gatos.
Ahora Palomino va por las gallinas.
El último aluvión en la salitrera había dejado siete muertos y una veintena de desaparecidos. Calaminas, catres y en enceres fueron a dar a Paposo, cuyas callejuelas se inflamaron con ese barro infame que finalmente escurrió hasta el mar y lo tiñó de café, como la mierda. Lo peor fueron las piedras gigantes que arrastró el barro desde los cerros y que a su paso destruyeron casas.
Eso había ocurrido hace quince años y ahora parecía repetirse la historia.
A las 8 de la noche, en las lagunitas ya flotan unos juguetes de lata. Las 30 gallinas y un par de gallos, que Palomino les llama el ejército francés, quedan al lado de los jotes y frente al gato Franco. Palomino tiene muy claro que las gallinas le darán de comer.
Queda el asno Stalin, una chancha preñada que le llama la señora Churchill, una pareja de lechuzas que denomina las Stuka, una zorra que también parece preñada a quien le dice la Reina Isabel, unos ratones en una caja que denomina la Línea Maginot, el guanaco Roosvelt, el caballo Gobbels y una serpiente albina que nadie sabe porque apareció en la quebrada de Paposo, pues nunca nadie vio serpientes, a la que denomina como la serpiente Hiroito.
El resto son insectos en cajitas de lata.
Es poco lo que puede ver, así que enciende una lámpara.
Cuando no las espera, Palomino escucha las voces. A Palomino, con los talones metidos en el barro, se le dibuja una sonrisa. Musso ladra. El hombre observa sin que lo puedan ver y comprueba que es posible acercarse, o mejor dicho, que ese hombre joven empapado de pelo claro y su mujer más bien una adolescente muy delgada, deberían ser los protagonistas del arca. Y todo comienza a calzar.
Antes que se produzca el encuentro, Palomino piensa en su abuela y su madre a las que dejó en el sur hacía más de 30 años y en ese hombre de familia que nunca logro ser, a pesar que tuvo una mujer y tres hijas que se fueron mucho antes que comenzara la guerra. Palomino no quiere entender la razón del abandonado, pero en parte sabe que él no funcionó por una grieta en su existencia.
A veces Palomino siente miedo del Palomino matarife y por eso se deja llevar por la perorata del predicador.
A ratos duda que el arca más que una salvación sea una excusa para matar el tiempo o un juego. Quizás el juego no le entregue una segunda oportunidad y lo que es peor, termine matándolos a todos.
Es una pareja que viaja buscando cosas por las salitreras abandonadas. Son Julio y Sofía y están empapados.
Palomino los invita a alojarse en el arca. Julio y Sofía no cuestionan nada por cansancio y entran con un expresión rígida, casi como estatuas. Chocan con algunas cosas por la falta de luz y por lo reducido del espacio. Palomino les enciende una lámpara, les entrega una frazada para abrigarse y les indica un lugar; luego baja a su casa para calentar agua en un fogón.
-¿Le tienes miedo?- dice Julio a Sofía- ¡Estás asustada del viejo!
-¡Calla mejor! No sé dónde estamos, pero el viejo nos está ayudando y eso es bueno- responde Sofía mientras se desprende de la vestimenta húmeda.
-¡Te dije que no nos viniéramos a la costa!- le reprocha Sofía a Julio.
-Mañana, después que pase esta lluvia, deberíamos seguir a Taltal- responde Julio quien ahora está acomodado sobre unos sacos, al lado de Sofía que a ratos tirita.
Sienten que Palomino sube y aparece ahora con dos tazas con té caliente y un plato con pescado ahumado.
Ambos beben y comen en silencio.
-¿Qué los trae por acá?- les pregunta Palomino oyendo un leve gotear en el pasillo.
-Es culpa de él. Responde Sofía y mira a Julio, y esa voz tenue, tímida, le hace olvidar a Palomino el ruido de las gotas al caer, y piensa con la cabeza gacha que sería bueno que no estuviera el joven. –Nos habíamos perdidos y llegamos acá, venimos de la oficina Alemania y queremos ir a Taltal-, responde Julio.
-Escuchen, pasaremos la noche acá y mañana les explico cómo llegar- les dice Palomino, para tranquilizarlos. Nota a ella nerviosa pues no dejaba de mover un pie y no sabe si era por efecto del frio o los nervios. Permanecen callados por un rato y luego empiezan a hablar de nuevo. Palomino les pregunta por la guerra y Julio le dice que han ganado los aliados y que los nazis son la peor especie. Palomino lo mira y frunce el ceño; luego exclama: aquí todos somos nazis. Luego se produce un silencio entre ellos que contrasta con el ladrido de los perros. A Julio no le cabe duda sobre la afirmación del hombre pues al entrar vio al costado del barco una suástica dibujada con carbón.
-Acomódense sobre la paja y que pasen una buena noche, adiós- dice Palomino a los jóvenes.
Una vez que Palomino sale, Julio le dice a Sofía: -creo que me habría preferido morir congelado que tener que tratar con este viejo loco que se cree Noé-
Sofía, en cambio, piensa en la posibilidad de ser violada y eso le genera terror.
Musso entra al arca y Palomino cierra la puerta. Palomino que había entregado su habitación a la pareja, se sienta en el pasillo y abre una botella de agua ardiente. Debajo de él, se instala Musso. Al tercer vaso, Palomino se pone de pie, camina y se instala a observar a Adán y Eva. Julio parece dormido, mientras Sofía sigue tiesa y no hace ruido. Luego revisa a los animales. Saca a Hiroito de donde los perros y estos se calman. Se sirve el cuarto vaso de agua ardiente y piensa en algo para golpear al hombre. Es medianoche y la nave se zarandea suavemente. El movimiento genera ruidos en el ejército francés. Palomino tiene la botella en la mano y en la otra un fierro.
El hombre bebe un sorbo y lanza una carcajada. Es pasada la medianoche y la mujer espera. Sofía tiene las manos apretadas y hasta ha perdido el frío. Julio duerme.
Las maderas crujen. De la nada, el barco comienza a moverse. En un par de minutos el barco avanza, como deslizándose. Sofía no se percata del meneo ni le toma atención al ruido que emite la fricción de la navecilla con la tierra mojada, pues sigue con la mente estacionada.
Palomino se ubica junto a Musso en una zona donde todavía hay maderas secas, y se afirma. El arca, que parece una caja de zapatos, se mueve con más velocidad. Sabe que por delante viene lo peor. No tiene muy claro si la embarcación resistirá el embate del océano. Al ver las filtraciones, duda de todo. Imagina a Paposo cubierto por el mar y eso lo deja más tranquilo. Siente que el arca golpea algo, como un cerro o algo así; se detiene y luego pasa. Tiene fe. Dios lo ayudará; porque Dios protege a los nazis como él. Palomino imagina que en unos minutos más el mar subirá hasta su posición y el arca flotará tranquila, y él mirando el horizonte podrá formar una familia con ese regalo que le envió Dios a la mismísima arca; piensa en eso, cuando siente el estruendo. Como puede se para y ve la roca sobre el asno Stalin, que está casi muerto si no fuera por el movimiento de uno de sus ojos; el ejército francés revolotea, mientras Musso salta por el forado que dejó la roca. Otros animales que no distingue alcanzan a escapar, sólo ve que un perro tiene a una desplumada gallina en el hocico. No alcanza a buscar alguna solución, pues luego siente otro estruendo detrás de él, como si la roca le hubiera rozado el espinazo. Esta vez otra roca gigante da en un costado de la nave y levanta como balancín la otra mitad. Palomino, mientras va quedando patas para arriba, escucha el grito de la muchacha y alcanza a ver su mano pequeña intentando aferrarse de la madera. Palomino ve que el caballo Gobbels se le viene, se cubre el rostro y la oscuridad se le vuelve espesa.