Si el chato aprueba, entonces usted podrá caminar con tranquilidad por sus dominios. El chato es un perro café claro, de hocico puntudo, tronco grueso y patas breves. El chato es el macho alfa de la manada. Al verlo queda claro que no es un perro que domina por la fuerza. Hay perros más grandes y fuertes que siguen al chato. Puede decirse que el chato es un líder espiritual. Sus actos lo consolidaron como un salvador de los perros.
Los cuatro puntos cardinales del territorio del chato están señalados con lavadoras viejas, televisores descuartizados, una moto enana que perteneció a un circo y carcasas de juegos Flippers. Debajo está la ripiera y detrás de ésta el vertedero con su tullida costra de basura.
Si el chato no aprueba; entonces habrá una persecución. La pelea del chato no es con sus pares, sino que contra los rateros. Y eso lo saben quienes intentan llevarse algún artefacto. Los bandidos recolectan en camioneta. Al sentir algún motor, de inmediato los 80 canes suben hasta alguna loma de basura y si la situación amerita se lanzan al ataque. A veces en la trifulca alguno de los perros resulta dañado.
Hace poco un perro quedó medio moribundo.
Fernando Núñez Orellana, 64 años, soltero, recuerda con voz quejumbrosa que luego debió enterrar al perro. Parece que le pegaron mucho, dice bajando las cejas. Estaba mal. La mirada se le cae a Fernando cuando habla de la muerte del can.
Cada uno de sus 80 canes tiene un nombre. Cada uno de sus 80 canes tiene su casa, a veces compartida. Son perros humanizados, aunque Fernando no tiene muy claro el límite ahora sobre quién influenció a quién. Él se siente un humano aperrado, dice.
Hace 20 años Fernando habita en una casa armada con desechos a un costado de una ripiera y en compañía de perros. Confiesa que cada perro es como un compañero de vida; entonces que se le muera un perro es comparable a la muerte de una persona.
Chato permanece al lado de Fernando, mientras éste dialoga. Fernando desea conversar. Pide que lo escuchemos. Nos demanda que nos quedemos el mayor tiempo posible. A veces le agobia conversar con los perros.
Fernando es moreno de cutis duro y reseco. Viste una camisa con el símbolo de una minera en la solapa. A ratos sus palabras terminan en un lamento, como evidenciando algún maltrato.
El mundo de Fernando es parecido al de Chato. Cuidan su territorio. Una vez al mes Fernando consigue algo de dinero vendiendo los cachureos que le dejan. No es mucho dinero. A Fernando parece no interesarle el dinero. Si fuera por cachureos éste hombre sería rico. Los cachureos desbordan su ruco y su terreno.
Dice que Dios le entregó la posibilidad de vivir y compartir con los canes en vez de humanos y que éstos no lo han defraudado.
Fernando sobrevive. Se abre la camisa y nos muestra un manojo de crucifijos y figuras de la virgen; todos los consiguió hurgando en la basura. Uno de estos crucifijos, dice, brilla en la noche. Fernando le da una potestad divina a la cruz. Dice que lo protege a él y a sus canes.
Cuando piensa en la muerte, Fernando proyecta su cuerpo cercado de perros. “Ellos son los únicos que me deberían acompañar. Mis perros deben llorar por mí”, dice bajando la cabeza.
La vida de este hombre es enigmática. Cuenta que nació en un campamento minero cercano a Calama. Con vehemencia confiesa que no tiene familia. Dice que no le importan las relaciones humanas. Afirma que dejó de beber hace un tiempo. Que hoy no tiene vicios. Que está sano. Que vivirá por sus perros.
Llegó a ese lugar pues antes trabajó en la ripiera aledaña. Un día no laboró más y se dedicó a recolectar basura. Los perros arribaron solos. Dice que le servían para defenderse de drogadictos y locos. Los perros aumentaron. Todo lo que ganaba iba para sus perros, sin embargo seguían llegando animales.
Una huella rodeada de desperdicios de un poco más de dos kilómetros separa a Fernando y sus 80 perros del radio urbano. En el medio del camino está el canil. La presencia del canil atrajo más perros al sector. La gente viene en auto a expulsar cachorros.
El hombre cuenta que Chato le avisa si abandonaron algún perro. Van los dos. Una vez hallaron a un can amarrado con un alambre. Fue triste, dice. Eso lo decepciona aún más de los humanos. El perro logró recuperarse.
Fernando dice que día por medio baja en su bicicleta a almorzar a la feria Juan Pablo II. Dice que los bandidos aprovechan su ausencia para robar.
En otras ocasiones desciende a buscar agua. Solo no sería capaz de alimentar a la manada de Chato.
La buena salud de los perros es por efecto del cuidado que le prodigan grupos de animalistas. Cada quince días un grupo sube donde Fernando. Todas las perritas están esterilizadas, los perros tienen comida para rato y hay agua.
Fernando agarra un perro, le escarba en el pelaje y luego se jacta que ninguno de sus canes tiene pulgas. Difícil, le digo.
Cada can tiene su casa. Las últimas casas son carcasas de madera de viejos flipper. Fernando dice que cabe un perro o a veces dos, cuando les da por pololear y dormir juntos.
Chikira, un perra café con nariz de boxer, se le acerca a Fernando. Chikira nos olfatea y mueve la cola. Chato mira la escena. El hombre la llama con ternura: Chikira, ven, ven mi perrita. Chato se planta delante de Chikira y ésta baja la cabeza. Fernando le hace un cariño en la cabeza a su perro.
Chato es medio celoso.
Pronto llegará la noche y su crucifijo lo iluminará. En la oscuridad los perros son los dueños del sector.
Fernando insiste que nos quedemos por más tiempo. Luego de un silencio, dice que sólo a los perros le interesa su vida.
Fotos: Sebastián Rojas Rojo.