El inmigrante sube a la primera micro que se detiene en Errázuriz con Bellavista. Paga con un billete de cinco mil y no recibe vuelto. El chofer, de mala gana, le hace un gesto de que espere. El chofer había clasificado al inmigrante como haitiano e ingenuo por añadidura. Lo más probable es que metros más adelante, el chofer olvide la deuda.
La edad del chofer es superior a los cincuenta años y parece hastiado de su trabajo. El inmigrante se imagina en el trabajo del chofer.
La micro se detiene y recoge pasajeros en la avenida Brasil. Estudiantes. El chofer purga de manera mecánica cada pase escolar buscando una alteración. Demora. El chofer responde con un cállate viejo de mierda a un anciano que pide que se apresure. El anciano viste con una polo de piqué marrón y unos pantalones bien planchados. Usa un niquelado reloj suizo que cascabelea en su huesuda muñeca.
El anciano suelta un que se cree ese hijo de puta.
El inmigrante proyecta un pasado de profesor o funcionario público con personas a su cargo, o algo parecido.
El inmigrante se coloca en el pellejo del anciano.
El inmigrante piensa que el apuro del viejo es para pedir perdón a algo o ante la figura de Dios, por algo terrible que hizo en la vida. Quiere irse limpio, sin peso. Si el inmigrante fuera visible para el anciano, proyectaría en este a otro triste negro proveniente de un miserable país como Haití, y no le daría dinero, porque el dinero se gana con trabajo, le diría el viejo recalcando la palabra trabajo.
El chofer espera que se extingan tres luces verdes, algo así como cinco minutos de detención que desesperan al anciano.
Hijo de la gran puta, suelta.
Hijo de la gran puta, suelta.
El inmigrante piensa que el chofer es uno más de la masa sometida a las deudas. Imagina al conductor subiendo a otra micro San Expedito/ Ositos/Concón, curco, como un pasajero más. El chofer se ubicaría en un asiento y esperaría el avance manso, como un borrego. Quizás viaje de pie y apretado. Quizás el chofer, como un pasajero, ni reclame por comprensión al otro colega. Solidaridades del gremio. Cosas del gremialismo.
El anciano a cada rato martilla el piso con el pie. Está furioso con la nueva detención. Aprieta un envase de sopa Maruchan que saca desde una bolsa de papel. Se tranquiliza. Luego guarda la sopa con delicadeza.
Es mi trabajo viejo de mierda, responde con fuerza el chofer, al anciano. El anciano no tiene consenso entre los pasajeros y éstos son: el inmigrante, dos adolescentes estudiantes y tres universitarios. Los cinco concentrados en sus celulares.
Este conchesumadre, dice el anciano, como silbando música.
El inmigrante piensa que adheriría con el conductor porque es el anciano quien provoca aunque si ese energúmeno llegaría a tocar al anciano, lo defendería por solidarizar con el más débil.
El anciano otra vez extrae de la bolsa de papel la sopa Maruchan. Acerca la sopa a sus ojos y la observa por unos segundos como si leyera en chino. Lanza un garabato silencioso y guarda la sopa.
El anciano parece más tranquilo.
Efecto Maruchan, entiende el inmigrante.
Entre más circuitos realiza y más pasajeros lleva, más dinero logrará el chofer y en consecuencia, más deudas asumirá, entiende el inmigrante. El chofer sólo quiere aumentar las horas del día para seguir acumulando dinero. Y así funciona en ese país, comprende el inmigrante quien busca nuevas oportunidades, después de escapar de la guerra, en la selva.
Diecisiete horas diarias de trabajo, de las seis de la mañana hasta las once de la noche.
En un momento el pobre conductor se quedará dormido y la micro colisionará. Habrá heridos y hasta muertos por efecto de la puta avaricia.
Para el chofer, el viejo es algo insignificante, algo; algo que se sube y baja. O un mueble viejo, un mueble sonoro. Al final, todos esos pasajeros son una masa deforme después de cancelar el pasaje. Carne hacia Concón, y carne hacia Valparaíso, ida y vuelta. Un frigorífico.
En una de las extensas esperas frente al semáforo de Caleta Portales, al inmigrante lo deslumbra el mohicano amarillo de un chico punk y su polola. Ella, con rostro deslavado de despertar a mediodía, sonriente, camina abrigada en un paletó oscuro. Ambos cruzan lentamente, sueltos, sobre el paso de cebra. Parecen relajados como si hubieran hecho el amor y ahora él le deja a ella en su casa, después de fumar un grueso caño de marihuana como desayuno. Recorta la escena y la ubica en medio de la ciudad que había dejado en el norte de Chile, y de inmediato siente rechazo hacia el chico; siente la intolerancia; siente al rechazo hacia el inmigrante.
El inmigrante lleva dos semanas en Valparaíso y cuando no tiene nada que hacer, parte a leer la ciudad a través de la ventana de una micro. Quiere acostumbrarse. No le interesa ir rápido o despacio. No le importa la velocidad, cuando se asume que nadie lo espera al otro lado.
El chofer se detiene. Una mujer sube. La mujer tiene los ojos pequeños, piel del rostro apretada como cartón y su cabello está desparramado, sucio. Viste una desteñida chaqueta de polar con pasto seco adherido. No duerme bien y quizás no se alimente bien. Tiene la boca apretada. Su rostro le retrotrae al de una pariente quien nunca se recuperó de la muerte de su hijo, en la guerra. Antes de pagar su pasaje, la mujer mira con desgano al interior del bus. Luego le entrega las monedas al conductor, voltea el rostro y se siente justo detrás del chofer, donde caen los rayos del sol.
Ahora son seis en la micro. Todos en la sombra, menos la mujer que calienta su cuerpo como un reptil.
Los chicos hablan de sus uñas de los pies encarnadas. Se los acabó la batería de celular. La caja de lata con ruedas avanza a toda velocidad por la avenida España. El viejo saca la sopa Maruchan, la pone sobre sus ojos y comienza a leer. Luego de unos minutos, sonríe. Guarda la sopa como si fuera un bien preciado.
Viña del Mar con sus extensas avenidas de árboles que tapan la pobreza en los cerros se desvanece rápido como arena escurriendo en la mano.
La micro serpentea por la costanera rumbo a Reñaca. El conductor enciende un cigarro. Se pasa por el culo el prohibido fumar. Toma el volante con una mano como si fuera un equilibrista. El cigarro lo tiene en la otra mano. Fuma con desparpajo mientras conduce. Se relaja. La nicotina le consume su tiempo. Sabe que ninguno de esos pasajeros le dirá nada por el cigarro pues los pasajeros son: los adolescentes, los universitarios, un viejo, una drogadicta y un inmigrante.
-Vaya más despacio -le grita el viejo, con rabia.
El chofer detiene la micro y fuma lo que le queda del pucho.
El momento se hace eterno.
Afuera, un trío de bellos y bronceados trotan despacio, como arrastrando los pies.
El inmigrante imagina a los chicos abrazando a la mujer triste. Quizás algo mejor: los chicos compadeciéndose de la mujer, buscando una manera de ayudarla o quizás algo mucho mejor: los chicos compadeciéndose de él, un inmigrante sin trabajo que no conoce a nadie en ese país y que se gasta los últimos pesos en vueltas en micros, pero los chicos siguen hablando de uñas encarnadas.
Y él también podría abrazar a la mujer.
El anciano envalentonado le grita que siga.
-Sigue grandísimo hijo de puta. Sigue enfermo de mierda. Sigue concheretumadre. Sigue. Sigue reculiao de mierda.
Afuera, un hombre medio borracho vomita a un costado de la costanera. Una mujer lo espera. El rostro de la mujer le parece duro. Es la misma mirada de la mujer que va detrás del chofer. No hay ternura; no hay sueños. Ese momento es neutro para ambas. La mujer de afuera descansará cuando el borracho se duerma. La mujer despertará cuando se le acabe la borrachera a su pareja, recién ahí comenzaría su domingo.
-Sigue aguonado. Sigue hijo de la perra grande que te parió. Sigue.
De pronto, el trío de bellos se cruza con la pareja decadente y se produce el contraste que era ese país.
El chofer lanza el cigarrillo por la ventana, avanza unos metros con la micro y queda frente al Santuario de San Expedito. Afuera, los devotos encienden velas a San Expedito. Llenan con dinero las alcancías del Santo, el que según sus devotos, cumple rápido si le pides algo. Un Santo Express. Un santo a la medida de los préstamos de dinero para decorar la vida. Un santo a la medida de ese país, piensa el inmigrante.
Cuando ve al viejo levantarse de su asiento para bajar de la micro, el chofer agarra el palo que tiene al costado.
El inmigrante piensa en la pareja decadente. Ignora qué une a la mujer con el borracho. Una amenaza sustentaría todo a esas alturas. El chofer está amenazado por las deudas; la mujer que va detrás, amenazada por la droga; los chicos, por alguna infección en las uñas encarnadas; y él, por la guerra que está a cinco mil kilómetros, en la selva de su país donde pasó la infancia y su adolescencia y eso era su país no éste, un país imaginario; y el viejo por un palo que viene en el aire a partirle la cabeza.
El viejo saca la sopa Maruchan, se la pone al frente de su cabeza como un escudo y chilla como karateca. El palo queda detenido en el milagroso envase de la sopa. Luego el inmigrante se lanza sobre el chofer. Luego se lanza la drogadicta sobre el chofer. Luego se lanza la pareja de bellos. Cierran el montículo la mujer y el borracho. El botín del dinero del día del chofer se lo reparten, pero no alcanza al inmigrante pues nadie lo vio.