Este Che Guevara, oscurecido por la sombra de una gastada calamina, reconoce que está triste. En los últimos días le anunciaron la suerte que correrá el territorio que lo ha cobijado por ya casi 30 años. Apoya su cuerpo en un desguazado jeep celeste, y con la voz quebradiza indica que por allá, en un lugar donde las latas entrecortan los cerros mustios, comenzarán a edificar la nueva población, pues la ciudad crece. Ese proyecto inmobiliario le significará algo parecido a una patada en el traste y esto, tiene a nuestro Che desgastado y melancólico.
Le digo que se relaje y desahogue; que esta visita le servirá como una terapia. Me mira como lo haría un simio descubriendo un rostro humano. Al parecer, le agrada la idea. Caminamos hacia el interior de las latas, por un sendero que parece campo minado. Hay diminutos bichos que se escabullen por uno que otro tubo huacho.
El pasillo de tierra es extenso y las barreras suman; a veces hay que saltar como sapo en un charco. De una lavadora tipo cilindro, surge un perro pequeño. En medio de una madeja de alambres gruesos hay otro perro. Cada tanto aparecen perros y gatos; esa es la norma. Ambas especies parecen convivir en paz. Más allá, hay un esqueleto de pelícano; pudo ser comida para los perros y gatos. El mar está a varios metros de ahí, yendo hacia abajo.
Nos detenemos. El hombre ahora con la vista puesta en un cáctus San Pedro que supera con largueza el metro 80 de altura, dice, seguro, que dará la pelea para quedarse en su territorio, pues de algún modo, debe hacerle caso a la terquedad de su apodo. Ríe, luego acaricia la cabeza de otro can de hocico corto y risueño que nos sale a recibir. Ahora este Che, renovado, dice que dará la pelea especialmente para resguardar a sus animalitos. Imagino que se refiere a otros perros, más grandes “Vamos a ver a mis animalitos”, me invita.
-¿Y cuántos años tiene el cáctus?
-Por lo menos diez, responde sonriente.
Hugo León, 65 años, tres hijos, separado, cambió Limache por el norte por un asunto de oportunidades. En la década del 70, Mejillones era una playa; una especie de caserío sobre la arena, con uno que otro campamento gitano al estilo de la teleserie Romané; nada que ver con la actual e industrializada ciudad.
Pronto el señor León descubrió en las latas su lugar en el mundo. Así, nuestro protagonista juntó latita tras latita por los recovecos del pueblo y se hizo su plata, hasta que comenzó a engordar y se compró un auto.
En la camioneta tipo Padre Hurtado, la empresa se lo hizo más fácil y ganó comodidad para trasladar la morralla. El asunto ahora era dónde dejar los cachivaches. El señor entonces fue depositando la chatarra en un terreno ubicado varios kilómetros afuera de la ciudad, en pleno desierto. Imaginó, equivocándose, que nunca la ciudad iba a llegar hasta allá.
Hoy, sin embargo, el Che acepta que la ciudad terminó por darle alcance.
Con el tiempo, el negocio del limachino prosperó y rápido consiguió el amor. Así, el señor armó con calamina y chatarra su casita. Nacieron los hijos; mientras la chatarra se fue acumulando como enredadera por los costados del hogar. En el jardín, en vez de plantas había alambres; y, en vez de hojas, había pernos. A veces, no era necesario ir a buscar fierros a la ciudad; estos le iban llegando solos.
El hombre compraba y vendía. Sus hijos crecieron. Un día se separó de su mujer, y ese momento, reconoce, fue el origen de sus dramas. Los últimos años los ha pasado solo, con sus animalitos, y con una depresión que se va hinchando como globo de helio. A veces, reconoce, le gustaría reventar; más aún cuando los señores le dieron un breve plazo para desalojar el terreno.
La moto del Che
La caminata por la selva chatarrera continúa. En este cementerio de metales, un colchón desvencijado descansa sobre un Fiat 600 del año 60; unos gatos observan desde un depósito de lavadoras; unos tubos de metal oxidados parecen chimeneas de barcos y la carrocería de un auto al revés permanece equilibrada sobre lo que pareció ser un bus de pasajeros. Son 24 autos, algunos de pura lata y otros a medio tejer; junto a ellos conviven un par de buses. Una antigua motocicleta sobresale de la maraña.
-¿Lambretta o Vespa?
-Lambretta, responde el señor arreglándose la boina. Elucubra que la moto debió andar hasta los años 80, pero puede rescatarse todavía. Con el “todavía”, pone cara de duda. Aquí todos los autos pueden rescatarse, responde, y le pregunto si ha visto el History Channel, donde compran y venden antigüedades.
No ve mucha tele, aclara.
Le consulto si es la moto del Che. León, hace como si dudara, reconoce que con esa Lambretta el revolucionario, no habría llegado ni a la vuelta de la esquina; ¿pero nueva?, dice que quizás podría haber andado en la ciudad, y luego se toca la barbilla como filósofo buscando el sentido de la vida.
Miro alrededor, y no parece haber solución para nada. Los tipos de History Channel podrían ofrecerle algunos dólares por la moto. La Vespa año 55, parece en mejores condiciones. Con ésa, dice el Che podría dar la vuelta a la esquina, pero continuaría a pie dice. Aclara que no son motos de largas distancia.
Una gaviota que sobrevuela nuestras cabezas parece reírse con los chistes del Che. A unos metros de allí, ya se puede apreciar el blanco y negro de un grupo de vacas.
A corta distancia, los animales parecen algo estropeados, pero conservan su buen humor. Casi como todos nosotros, casi como la vida misma, casi como el Che.
En el corral sobre la tierra convive un toro flacuchento con tres vacas; más allá hay un par de cabras y una que otra oveja. Una vaca se acerca, la matriarca, dice el Che, y el hombre le acariña la cabeza. El animal se vuelca hacia este periodista, y desenfunda su lengua larga sobre la libreta donde escribo esto; quizás le dio hambre la libreta.
El señor me corrige, eso quiere decir que la vaca me está dando la bienvenida.
vacas cartoneras
El Che mira a sus animales, y dice que los tendrá que arriar hacia un terreno, más arriba, que le concedió el gobierno. Miro por el lado y se ve un insufrible desierto. Dice, apegando la pera al pecho, que en estos momentos sus vacas son lo único que le importan. Recalca que la chatarra no le interesa, sino que las vacas.
-¿Y al torito flaco no le puso Fidel? El Che me mira y se ríe.
Agarra un trozo de cartón y se lo da a una vaca.
-¿Cartón?
-Sí señor, son vacas cartoneras- contesta, y luego afirma, sonriente, que dan leche en caja tetra brick. Entiendo: son las vacas tetra brick. El hombre asiente con la cabeza. Luego aclara que todas mantienen su control sanitario.
Unos metros más allá, el Che abre un depósito, algo así como un contenedor de basura y me invita a que mire. Adentro hay pan podrido y moscas. El aroma no es el mejor. Es el alimento de los animales, repite. Es decir, las vacas comen pan podrido y cartón.
-¿Y por qué tiene a las vacas, señor?
-Porque soy del sur, de Limache, y siempre me gustó tener animalitos. Yo no las tengo para comerlas ni para que me den leche, sino para quererlas aunque me cuestan su mantención.
Ahora el Che, parece taciturno; como preso de un mal recuerdo. El hecho de separarse de las vacas, de cambiarlas de lugar, le provoca la mala onda.
Mientras me cuenta que un gringo hace poco le ofreció un precio de huevo por un jeep, el Che de Mejillones se para en el medio de la chatarra y se toma el rostro. Un lagarto se cruza por el horizonte.
Le pregunto si tiene algún problema. Dice que el gobierno le dio de plazo un par de semanas para deshacerse de toda la chatarra. El rostro se le retuerce cuando piensa en la posibilidad de perder sus 20 toneladas de chatarra que acumuló en los últimos 30 años ¿Y los perros?, se pregunta ¿Qué sucederá con los perritos? El Che me toma el brazo y me invita a caminar hacia las puertas de su propiedad. Dice que esta visita ha sido como una terapia, pues nadie quiere escuchar sus dramas. Sólo mis animales saben como estoy sufriendo, dice.
Luego de estrecharme su mano áspera, el Che queda cabizbajo, sombrío, al parecer entregado al inexorable destino que le espera. J