El hombre sin olfato mira hacia el techo de la casa, exhala y luego, observándome fijamente, dice que nunca ha sentido el famoso olor a pata.
“¿Qué es eso?”, me pregunta. El calcetín que le exhibo frente a su rostro fue usado dos veces y, para colmo de males, hay que agregar una pichanga de futbolito; entonces, es un calcetín que, en el mejor de los casos, huele a queso rancio.
El hombre sin olfato toma el calcetín con sus dos dedos a modo de pinza y se lo lleva a la nariz. Nada. No siente absolutamente nada. Manuel Alfaro, 75 años, siete hijos, ex futbolista amateur, dice que tiene la nariz de adorno.
La nariz de Manuel Alfaro es algo gruesa en la punta, pero puede calificarse como delgada. La señora María Cisternas dice que su marido, con el que lleva 52 años casada, detenta una nariz bella. Luego de esto, la señora María Cisternas se larga a reír.
Le pregunto a la señora cómo se puede vivir con un hombre que no siente olores. Ella abre los ojos y, con el rostro ladeado, afirma que su marido usa perfume todos los días y a la vez se echa desodorante. Por consiguiente, el hecho de que no tenga olfato incrementó en el hombre una suerte de culto por su aseo personal.
Digamos, el hombre no rocea con desodorante ambiente el baño después de usted sabe qué.
Para Manuel Alfaro, su mujer no huele a nada. Manuel Alfaro, al que también conocen como “Cantinflas” en las canchas de fútbol, dice que los aromas de su mujer nunca han sido tema para él. Mira a su mujer, le toma la mano y luego, apretando sus hombros, afirma que ella es perfumada; “rica”, dice con una sonrisa coqueta. La señora María lo queda mirando como diciendo “este viejo está loco”.
Parece un matrimonio feliz.
Olor a perro muerto
Manuel nació en Andacollo y, cuando no pasaba los 20 años, se fue a Antofagasta. En Andacollo descubrió que no poseía olfato después de una prueba bastante singular y hasta algo macabra.
Imaginemos a Manuel como un niño de no más de 7 años. El niño Manuel anda por un colina, jugando. Medio hundido en la vegetación, se encuentra de frente con un perro, algo grande, muerto y podrido. La imagen lo asusta, pues ahí nadie caza perros.
Corre rumbo a su casa para avisar a sus familiares sobre el hallazgo. En la casa, un tío lo tranquiliza. El tío le confiesa que ha matado al perro porque cazaba las gallinas y otros animales del corral. Sin embargo, el tío duda: ¿por qué razón el putrefacto aroma no espantó a su sobrino? Mucha gente le había dicho que enterrara al, perro pues pateaba. El niño Manuel le responde a su tío que no olió nada.
En adelante, la familia de Manuel confirma que el niño no tiene olfato, o sea, carece de un sentido. El problema es que nunca su madre ni padre lo llevaron al médico para tener un diagnóstico acabado de la anomalía.
Lo que el hombre tiene es un trastorno al sistema nervioso: nació sin haber desarrollado el sentido del olfato, lo que en medicina se conoce como anosmia.
Manuel no se hizo dramas tampoco ni exigió una atención médica. Favoreció a Manuel su desinterés por comer. Claro, comía más que nada por alimentarse, pero disfrutar algo le es imposible.
-¿Le gusta el chocolate?
-No sé de eso -responde.
Pata de jamón serrano
La segunda prueba consiste en restregarle una pata de jamón serrano por el rostro.
Estamos en el living de su casa y tenemos de testigos a la señora María Cisternas y a un hijo de ambos. Manuel, con una sonrisa de lado a lado, agarra la pata de jamón serrano como si fuera un trutro y se la refriega por el rostro. Otra vez, nada. Luego corta un trozo de jamón y se lo come. Responde que el jamón le parece salado; esto es clave, pues el señor distingue entre lo dulce y lo salado.
Mientras degustamos el jamón serrano, la señora María dice que a su marido le da hambre en la noche. “¿Cómo?”, le digo sorprendido. “Come de comer”, me aclara la mujer.
Al hombre le importa más la cantidad que la calidad; por esto, se puede comer dos platos de porotos recalentados con la misma sensación de quien se come un lomito mayo con chucrut.
El dilema, dice la mujer, es que debe ser cuidadosa con la comida. En su refrigerador no puede haber nada vencido pues, como ya dijimos, su marido no distinguirá entre comida fresca o pasada. Y sobre esto, le han pasado varias anécdotas a nuestro protagonista.
Una de ellas le ocurrió cuando trabajaba en la Empresa Eléctrica del Norte (Edelnor). Alfaro, como todos los días, llevó su colación; esta vez se trataba de un pan con huevo que guardó en su casillero para comérselo a la hora del almuerzo. El problema es que lo olvidó.
“Pasaron cuatro días y me acordé de mi colación y como no puedo oler, no supe que estaba podrida”, dijo.
Al momento de sentarse en el comedor de la empresa y darle un mordisco, comprobó que el sándwich estaba incomible.
Según recuerda, sus compañeros y las encargadas de la cocina se dieron cuenta por el olor nauseabundo. “Me dejaron solo, todos se fueron a la playa”, declara entre risas. “Al otro día me echaban tallas y me preguntaban ‘¿cuándo otro pan de huevo?’”, agrega.
Una cervecita
Es raro pero a Cantinflas le gusta la cerveza sin haber sentido nunca el sabor amarguito del brebaje. Bajo la mirada atenta de su mujer, explica que después de cada partido -Manuel ahora es utilero- se toma una cervecita. A veces es más de una, digamos dos o tres. Su mujer dice que a veces “Cantinflas” se porta mal.
-¿Qué es portarse mal, señor Cantinflas?
-Jugar una pichanguita en la mañana y llegar de noche a la casa.
A nuestro protagonista también dice gustarle la carne y el choripán. Ahora, para el dieciocho, espera preparar el chimichurri.
La conclusión del hombre es que Dios le quitó un sentido, pero lo dio otro, dice mirándose el pantalón. A pesar de los años y enfermedades, el “Cantinflas” -le dicen así pues siempre sale con una buena talla- tiene un humor a toda prueba.
Foto: Seba Rojas.