El joven que no sobrepasa los 30 años camina por los pasillos grises en busca de una chica que le guste. Quiere continuar vaciando su despecho. Conversa con una mina morena semidesnuda que asoma por una puerta, y luego prosigue su recorrido. Son las 20 horas de un sábado de febrero, y adentro del anochecido galpón se respira una atmósfera húmeda que hace sudar.
El joven había llegado a Arica el día anterior proveniente de España, por lo menos eso cuenta mientras camina. En Madrid quedó su ex polola y ahora en compañía de amigos supera las penas de amor en Tacna. Los chicos, que a ratos parecen locos de patio, dan vueltas por el laberinto de Las Cucardas, el más grande prostíbulo del sur peruano.
A finales de los años 90, la ciudad de Tacna organizó su zona roja, en vista de la creciente demanda de turistas chilenos.
De esta manera los prostíbulos fueron trasladados a una zona periférica, el sector conocido como Alto Chorrillo, a casi 20 minutos en taxi del centro. Las Cucardas surge en esa época bajo el mandato de un personaje conocido como “Cholo” Meza, un señor que da material para escribir un libro, pero aquella es otra historia.
Puede decirse que Las Cucardas son una suerte de galpón del sexo. Su interior es rústico; por ejemplo hay dos detalles bastante chocantes en cuanto a higiene: hay grasientos urinarios comunes a la vista de todos y las habitaciones no cuentan con baño. El agua potable parece escasa. La hediondez se antepone al entrar a los retretes. En los retretes hay múltiples rayados anti chilenos como: “echa agua no dejas a un chileno flotando”.
Sorprende que en los pasillos se puedan hallar vendedores ambulantes. El agua mineral se hace necesaria en verano.
Los pasillos perforados de habitaciones confluyen en un escenario central donde hay una show continuado con bailarinas desnudas. A un costado sobresale un bar sobrio. En verano ante todo se bebe cerveza. La mayoría de los que circulan por los pasillos andan en grupo; casi nadie llega solo. Hay un temor permanente a ser asaltado; en algo como Pacman arrancando en los laberintos de los fantasmas. El acento chileno hace sentir acompañado, dice el joven que busca olvidar a la española.
La sabiduría de taxista pregona que uno en otro país es casi un niño. Hay taxis piratas. Es común leer historias en los diarios locales de chilenos que fueron asaltados por taxistas, en complicidad con delincuentes, en el trayecto hacia sus hoteles . Queda claro que el riesgo aumenta yendo solo y se redobla emborrachándose.
Adjuntos a Las Cucardas hay dos prostíbulos de similares características. Sólo en las “Cucas”, como le denominan los peruanos al prostíbulo mayor, hay alrededor de 70 a 100 prostitutas. Fácilmente el sector puede agrupar a alrededor de 200 prostitutas o más en los fines de semana o festivos. En todos está prohibido sacar fotografías; es más si sorprenden a alguien le quitan la cámara o el celular. El grupo de guardias, en todo caso, siempre está concentrado en las puertas.
El dilema es que más de la mitad de los clientes son chilenos. El estudiante de periodismo Edgar Lara, ariqueño, quien me acompañó en esta aventura, explica que la gran motivación es la calidad en función del precio; asunto que se reafirma en vivo.
En el lugar se pueden escoger entre morenas, serranas y de la selva amazónica, la mayoría bellas peruanas, por valores que van desde 3 mil pesos hasta los 7 mil pesos. Todo depende del acuerdo que se logre en la puerta. Las chicas también son amables, siempre y cuando enganchen con el cliente. Algunos no tienen problema de hacer fila.
bacinica de Bastiana
La habitación de Bastiana está iluminada con una luz que tiñe todo rojizo. Ajusta la puerta con un picaporte. Bastiana es una chica de 23 años, cabello castaño y que dice venir de Iquitos, al norte peruano, selva amazónica. Su habitación está en el pasillo donde están las chicas de 7 mil pesos. Su cama es una circunferencia y parece cómoda. Nos sentamos.
Aclara que no tiene nada contra los chilenos, pero la mayoría no le ha dado un trato amable. “En general no confío en ningún cliente; menos quienes vienen de otro país”, clarifica de entrada. Le aclaro que soy periodista y armo una crónica. Al principio no le gusta la idea y después accede. Me da permiso para fotografiar las paredes y la llave de la pieza.
La chica, algo indiferente, afirma que como la mayoría llegó a trabajar por razones económicas. Tiene familia en el norte; no especifica si tiene hijos. “No es tema lo que yo sea allá”, dice un poco alterada. Le pido calma.
Le pregunto por los carteles. La habitación está llena de avisos como: “no machar las paredes”. Dentro de todas las prohibiciones, hay una personal, confiesa Bastiana, que exige no hablar de la vida personal con los clientes. Luego de un silencio, replica: con los clientes se practica sexo y nada más. “Ellos pagan al principio y tienen derecho a desarrollar tres posiciones sexuales; todas con preservativo”.
-¿Ellos deciden qué hacer o tú?-
-Las posiciones las decido yo, calculando los tiempos. La visita es de media hora.
Hay varios sobres de preservativos en una mesa que cumple funciones de velador. Levanta sus hombros cuando le pregunto si los preservativos han sido ocupados en más de una ocasión.
Ella, con la vista fija en el picaporte, dice que es muy exigente con la limpieza y que no introduce a cualquiera; yo selecciono. “Usamos jabón líquido y un desinfectante (lo apunta); el problema es que adentro de las habitaciones no hay lavamanos y si lo hay, está seco”.
Hay un lavatorio de lata al lado de una bacinica. La mujer admite que ocupa la bacinica para orinar; el lavatorio es para lavarse sus partes íntimas.
Bastiana confiesa que no está del todo conforme con el trabajo; dice que deberían ganar más por el sacrificio de estar en ese lugar atendiendo a quién llega.
Cada una hora por los pasillos pasa un señor de la administración, algo así como un guardia, controlando el trabajo de las chicas. A ese personaje se le deben rendir las cuentas, declara Bastiana.
Otra chica que entrevistamos para esta crónica, dice que algunas alojan. A otras las van a buscar y otras llegan; siempre hay favoritas que se llevan a la mayoría de los clientes; son las top, sonríe. Al costado de la puerta, hay una sala, algo así como un casino o comedor, donde las mujeres toman café, cerveza o descansan en sus momentos libres.
Martina, quien parece más locuaz que nuestra primera entrevistada, dice que no puede afirmar si la higiene es peor o mejor que en Chile pues no conoce. Afirma que las Cucardas es uno de los lugares de ese tipo más concurridos en el país, en consecuencia lo hace atractivo para trabajar a pesar de todo. “Aquí se paga una cuota, pero como siempre los dueños se quedan con la mayor cantidad de dinero. Esto es como una industria de vulvas”, dice la mujer en la puerta de su habitación. Pronto Martina hace un cambio de luces con el joven despechado. Luego se encierran. Es la tercera chica del joven en casi tres horas de estadía.