El Garuma, bote a motor de color blanco, parece navegar sobre una mesa de billar. Por ahora surcamos por esas aguas pasivas entre el continente y la Isla Santa María.
Raúl Riquelme, dueño del bote y quien emprendió el último verano la idea de circundar la isla en un tour pagado, nos dice que la ola monumental que buscamos; la gran ola que surfistas como Ramón Navarro consideran como la más grande de Chile, se encuentra al otro lado.
En un día de marejada como éste, con cierta fortuna podríamos presenciar donde se forma una muralla de líquido de algo así como ocho metros. Por ahora, en el sector donde andamos, todo es tranquilidad.
La isla se presenta enigmática, desierta, como el lomo de un gran dinosaurio dormido. La cruzan aves como los fotogénicos Pimpineles de pico rojo. Raúl Riquelme, apunta hacia una lengua de arena, y dice que ahí, en cierta época del año, desova el gaviotín chico. Sentado en la arena descansa un hombre; a su lado hay un montículo de algas. Por este tiempo el sector vive una especie de fiebre del alga; esto por el alto precio que se está pagando.
Un señor con traje de rana nada de manera tranquila en dirección al continente. Son 800 metros de pataleo. El hombre va apoyado en un flotador al que suma un chinguillo cargado de mariscos. Se tapa el rostro cuando lo saludamos. Raúl explica que el señor y su hermano llevan varios años haciendo la misma labor. Dice que ambos están sobre los 60 años, pero se mantienen intactos por el nado. En tierra lo espera un furgón, que los regresa a Antofagasta, donde viven. Nuestro capitán recuerda a una chica, de no más de 20 años, que en verano cruza a nado hasta la isla.
Un ave cae en picada al mar. Riquelme, quien ha buceado por el sector, confirma que bajo las heladas aguas hay un sinfín de especies. Por algo la zona es célebre entre los buceadores.
El dueño del Garuma alardea que ha buceado todo el sector. Lo más impresionante, dice mientras avanzamos hacia el vértice sur de la isla, es nadar al lado de ballenas. El tema lo apasiona, abre los ojos cuando cuenta esto. Las orcas llegan una vez al año al sector, en el mes de marzo. Las define como animales inteligentes, pues distinguen entre un humano y un lobo marino que es su alimento. Hay un riesgo, aclara el capitán, pero es algo extremadamente hermoso.
Ya en la punta, justo al costado donde vemos una pequeña formación de rocas como una portada atrofiada, nos agarra la energía de la marejada.
En medio de la ondulación, el bote sube y baja. Las marejadas se han extendido por toda la semana. Nos sentimos como el hindú y el tigre en la película “Una aventura extraordinaria”. Riquelme nos calma y afirma que ha navegado en situaciones peores, sin embargo no sabe cómo está al otro lado, donde se forman las grandes olas, cuya espuma es visible a varios kilómetros, desde Caleta Constitución.
Chungungos tímidos
El capitán que es de pocas palabras, gira la embarcación. Dejamos el sector de marejada y ya comenzando a circundar la zona oeste de la isla nos metemos entre grandes rocas que parece iceberg o semejan pequeños edificios.
El agua parece más tranquila. Entre las rocas aparecen lobos marinos, grandes y pequeños. No se inmutan al vernos. Bandadas de aves se esparcen mientras avanzamos. Los pelicanos nos vigilan desde las puntas. Nos detenemos para presenciar los sigilosos clavados de los chungungos o nutrias de mar. La tranquilidad del agua permite seguir su nado.
Riquelme nos dice que los chungungos son animales tímidos. No es fácil fotografiarlos, pues al ver alguna embarcación venir a las rocas donde descansan se introducen al agua.
Dejamos la zona de las grandes rocas; ahora Riquelme conduce el bote en línea directa hacia mar adentro. El objetivo, explica el capitán, es llegar al punto donde se forman las grandes olas. Dice que si navegamos pegados a la isla, como lo hicimos por el otro lado, corremos el riesgo que nos agarra una.
Nubarrones de aves hacen vuelos zigzagueantes; parece que bailaran, afirma Riquelme con una sonrisa. Cerritos de alga se perciben en la costa y alguna que otra figura humana.
Regresa el vaivén de la marejada; esta vez más espeso, algo parecido a estar en medio de un caldo concentrado. El capitán nos explica que justo donde estamos, comienza una de las olas más grandes. Apunta. La muralla se forma detrás de nuestra embarcación; nos mueve y suelta. Luego va creciendo hasta llegar a la costa. Riquelme afirma que esta ola no es la favorita de los surfistas. Unos kilómetros más allá, yendo al sur se forma la otra; la gran ola que tapa el sol, afirma el capitán con soltura. La misma ola que se ve a varios kilómetros en tierra.
Navegamos más rápido. Riquelme amenaza con pasar por la ola cuando esté más crecida. Dice que sabe un camino. Calcula. Luego disiente por la marejada. Pasamos por un punto donde ésta nace. Otra vez el vaivén y los nervios. La muralla de agua pasa bajo el bote como un bebé; luego en unos segundos crece, madura en una criatura de más de seis metros hasta agonizar y morir frente la isla.
Riquelme dice que en este punto deja a los surfistas durante la mañana: por la tarde los recoge. No vienen siempre. Luego elucubra en lo extremo que son esos chicos.
Seguimos. Volteamos por el vértice norte de la isla. El agua comienza a apaciguarse. Hay un par de cuevas y unas playas. Después de casi una hora de viaje regresamos. Pisar la tierra nos tranquiliza.
Circundar la isla en esta época del año es una experiencia extrema, pero vale la pena para apreciar a la naturaleza en plena ebullición.
Fotos: Sebastián Rojas Rojo.