11.15 horas de ayer. Manuel, conocido como el rusio, que habita hace 8 años sobre las rocas ubicadas bajo el cemento del paseo del mar, mantiene la mitad del cuerpo empapado.
El revoltijo del mar ha llegado hasta la costanera. Los barcos asimilan un movimiento parecido al del yo-yo. El asunto es complicado para quienes se atreven a permanecer en el paseo. Mojarse es lo mínimo dice el rusio; el problema son las olas que aparecen como chicotazos del diablo, a veces con piedras grandes.
Unas chicas que saltan los charcos con movilidad anfibia, se detienen a sacar fotos al oleaje. El rusio, curtido con tanto chapoteo, hace una negación con la testa, como diciendo que las chicas la están puro embarrando.
El hombre de ojos enrojecidos por una enfermedad responde -medio molesto por nuestra presencia- que lo perdió todo con las marejadas. Mire. Apunta a un carro de supermercado volteado que agarra movilidad con las duchas de agua salada que a cada rato caen sobre el encharcado paseo. “Eso fue lo último que tengo”, afirma el rusio con las manos en jarra y en actitud desafiante.
¿Y su perro señor, la rottweiler llamada Ana Gabriel?
El hombre al que los limpia autos denominan rusio, por su asoleado cabello color ceniza, indica hacia la entrada de un edificio frente a la costanera. La perra Ana Gabriel mantiene su cuerpo fofo sobre las baldosas. “Está tranquila”, dice el hombre; “a salvo”, agrega remarcando las sílabas.
-Sabe –dice abriendo sus estropeados ojos- ustedes los periodistas lucran con la historias de nosotros, los vagabundos. Me han venido a preguntar de todos lados; ahora se acuerdan de nosotros, cuando estamos todos jodidos por las marejadas.
El rusio hace un alto, respira y sigue su descarga poco amistosa: “me hacen notas para el diario y no gano un peso por éstas; venden con nosotros”. El hombre da unos pasos hacia atrás, duda y luego regresa. Ahora intenta entender que a través de los medios, sus dramas logran visibilidad para la comunidad.
Luego dice que a través de las notas se ha hecho conocido; en consecuencia ha recibido ayuda.
Más tranquilo, Manuel como si fuera un periodista de televisión hace un recuento de los sucesos. Todo comenzó anoche -dice con voz segura- cuando las olas comenzaron a reventar más y más cerca; hasta que me toco a mí. “Nunca pensé que fuera para tanto”, dice observando a las chicas anfibias.
Entonces las olas subieron como enredaderas y alcanzaron la casa con vista al cielo del rusio. Eran cerca de las 20.30 horas del miércoles, cuando sólo atinó a arrancar; primero había salido su perra. Desconoce los destinos de su colchón, el viejo pascuero de trapo o sus artesanías de hojalata hechas con tarros de cerveza. La casucha de palo de Ana Gabriel, encaramada en las rocas, también cedió al músculo del océano. Sólo salvó el carro de supermercado que usa como transporte y un par de artefactos.
La noche la pasó cerca del pub Southpacific; no durmió bien. El machaqueo del mar fue constante.
-¿Y seguirá acá después de esto?
La mirada de arriba hacia abajo que propina, responde la pregunta. Luego observa al oceáno como Rodrigo de Triana, el vigía de la carabela “La Pinta”, y dice que por supuesto, se quedará en aquel lugar. Luego repite las bondades de vivir de esa manera. La astronomía es un de estas.
Esto es un tsunami
-¿Señor, y cuál es su tesis sobre las marejadas?
El rusio piensa, y luego rascándose la cabeza afirma que el temblor del miércoles removió el fondo marino, y eso provocó las marejadas.
-¿Es decir, estamos ante un tsunami?-
-Para mí esto es un tsunami o lo más parecido.
Después el rusio recuerda la alharaca por el terremoto en Japón, hace un tiempo atrás, y el posible tsunami que venía. Esa vez tuve que evacuar, pero no pasó nada. “Creo que estas olas han sido las peor que he visto en mi vida frente al mar”.
-¿Y vio las ratas señor, hacia dónde se fueron estas?
El rusio con la vista fija en el carro de supermercado afirma que estas deben haberse ido por las cuevas subterráneas que hay bajo del paseo del mar. Dice que las ratas deben estar abrigadas y a salvo, pues son animales muy inteligentes.
-¿Es decir estamos pisando las madrigueras de las ratas?
El señor afirma con la cabeza y después regresa a donde está el carro de supermercado. El mar no da tiempo para despedidas.
fotos: Sebastián Rojas.