Lo más fácil era que mataran al frutero Willy Landazuri Castillo, 39 años. Habría sido un asesinado más en el puerto colombiano de Tumaco, sumergido en la violencia. Los sicarios no fallarían dos veces. En consecuencia, el hombre, su esposa, Liliana Montaño, 35 años, y sus 7 hijos escaparon. Primero a un barrio periférico de Cali, Colombia.
Una noche, como una de las tantas donde el ruido ensordecedor de metralletas no da para pensar, una de las balas dirigidas a la casa de Willy traspasó el techo de zinc y se alojó en la cabeza de Eyhi, de 3 años. La chica fue llevada al hospital, sin embargo los especialistas no pudieron extraerle el metal.
Ante la premura por sobrevivir, la familia no pudo esperar más en tiempo en Colombia y en consecuencia postergó la operación de la niña.
Una hermana de Willy, quien vive en Antofagasta, le recomendó esa ciudad chilena por su tranquilidad y trabajo. No dudaron. Willy y Liliana primero se vinieron solos, sin casi nada de dinero. Estuvieron dos meses de manera ilegal. Juntaron recursos y después trajeron a sus hijos.
Cruzaron la frontera boliviana-chilena a través de las localidades de Pisiga y Colchane, de noche, a pie por el altiplano y a una temperatura bajo cero. Repitieron la historia con sus siete hijos, incluidos Eyhi.
Hace casi dos años que la familia Landazuri-Montaño habita en una casa facilitada por caridad en la periferia de Antofagasta. Son ilegales; pero en proceso de refugiados. Su destino depende del ministerio de Relaciones Exteriores. Desean quedarse en Chile, pues en este país se siente seguros, sin embargo la tendrán difícil. La familia mantiene una orden de expulsión pendiente pues en uno de los intentos por entrar a Chile de manera ilegal, fueron echados por la PDI.
Retrocedamos.
Caldera del diablo
El cementerio crece más que la ciudad Tumaco, 110 mil habitantes, departamento de Nariño, Colombia. Desde hace un tiempo el lugar es azotado por una ola de violencia. En la “caldera del diablo”, como le llaman, se conjugan: el narcotráfico, la extorsión y la guerrilla; esto último pues el lugar es boscoso. De los alrededores del puerto, los narcos exportan droga.
Así define Willy el lugardonde nació y del que luego huyó. Dos de sus hermanos, dice Lanzaduri desde el living de la casa, ambos dedicados al comercio de la fruta fueron asesinados. Actualmente Willy sigue con el negocio, pero en Chile. Reconoce que no sabe hacer otra cosa. Las cajas de fruta están adosadas a las paredes de la vivienda como cubos del juego Tetris. Willy vende frutas en un carretón; cuando escasea el dinero su mujer cocina papas rellenas. Sobreviven. Al hombre le brillan los ojos cuando habla de su hijo futbolista, Jhon; dice que es el único que los puede salvar. “Es buenísimo”, dice el hombre que es hincha del América de Cali.
En Tumaco, el frutero correría la misma suerte de sus parientes al no pagar la cuota a uno de los grupos mafiosos. No lo hizo y los tipos le fueron a tirotear la casa. Una bala dio a una persona cercana que tuvo el infortunio de estar cerca de él en ese momento. El otro proyectil lo rozó.
Los pistoleros regresarían.
Willy permaneció oculto en una parroquia hasta que lo sacaron de la ciudad.
Dos días más tarde el hombre estaba alojado en la casa de una tía de su mujer en un barrio periférico de Cali. Luego arribaría su familia.
La bala perdida
Liliana Montaño, que en sus brazos sostiene a Elisabel, de un año, la hija que nació en Chile, dice que el barrio donde alojaban en Cali, eran habituales las balaceras entre delincuentes.
“También era una caldera del diablo” afirma sonriente la mujer mirando una olla que hierve. Prepara el pino de las papas rellenas. La otra olla sobre leña donde se cuecen las papas está afuera de la vivienda. Sobre la olla, en los cables de electricidad cuelgan zapatillas como murciélagos. Las marañas de zapatillas en los cables son algo así como trofeos de asaltos; es decir, cada zapatilla representa un asalto. No es el mejor barrio de Antofagasta, pero a juicio de Willy, que pone rostro alegre, el sector es como una iglesia en comparación al barrio de Cali o Tumaco.
Mientras revuelve el relleno de las papas, Liliana recuerda el sábado en la noche en Cali, cuando cambió la vida de Eyhi.
Escucharon balazos afuera. Luego siguió un golpeteó en el techo de zinc de la casa. Vinieron los gritos de la niña y sus hermanos. A Eyhi le corría un hilillo de sangre detrás de una de sus orejas. Pensaron lo peor.
“En Colombia, en general, no hay un respeto por la vida. Llega cualquiera y te mete balazos por nada”, dice la mujer.
Liliana llama a Eyhi. La chica juega en una habitación contigua. Toda la familia duerme en la misma habitación.
La madre le dice a la chica que ladee su cabeza. Indica que la bala le avanzó desde el costado al oído, y que se puede ver. Liliana dice que por efecto del frío la bala se hiela, y genera dolor.
Cuando la familia cruzó el altiplano Eyhi fue la más dolorida.
Cruce de los Andes
El primer viaje hacia Chile lo hicieron Willy con Liliana. No tenía mucho dinero. Cruzaron Ecuador y Perú, siendo transportados en camiones y a veces hasta a pie. Tardaron un par de semanas en arribar a Tacna. La PDI en Chacalluta, nos los dejó entrar.
De esta manera optaron por la frontera de Bolivia a Chile. Un coyote peruano los dejó en Pisiga, con el riesgo de que la mujer fuera violada. Por suerte, no sucedió. El pueblo boliviano de Pisiga es destino de los desplazados colombianos que buscan cruzar a Chile a cómo de lugar. La pareja lo intentó una vez sin éxito; de ahí que quedaran con orden de expulsión. La segunda vez lo lograron, pero sin dinero. Permanecieron en medio del altiplano; casi congelados. Willy recuerda que un lugareño de buena voluntad los trasladó hasta Iquique.
En Antofagasta alojaron en casa de un pariente. El colombiano trabajó en La Vega local, como frutero. La mujer, en tanto, cocinaba sus papas rellenas. A los dos meses estaban en condiciones de traer a sus hijos.
El viaje con sus hijos lo hicieron en bus hasta Pisiga. Esta vez pasaron Ecuador, Perú y Bolivia, dejando a su paso la admiración de quienes los veían por el sacrificio que hacía esta familia, por tratar de estar junta. A sabiendas de las limitaciones en la frontera, cruzaron a pie por un paso no habilitado. Caminaron casi un día. Liliana menea la cabeza, “fue un tormento”, dice la mujer. “Estamos habituados al clima tropical; aquí con nuestros hijos pasamos bajo cero. Pensé que no llegaríamos todos, que alguna se nos moría”, afirma.
Dicen que las familias numerosas son habituales en Colombia pues muchos se quedan en el camino por la violencia.
Ochenta mil pesos les cobró el dueño de un furgón en Colchane, por bajarlos antes del retén de Huara. Ahí se quedaron en medio del desierto, a esperar de la buena voluntad. Llegaron por parte a Antofagasta. Primero la mujer con sus tres hijos y luego el padre con el resto de la familia.
Futuro incierto
En Chile nació su última hija, Elisabel Landazuri Montaño. Tiene un año y no existe en el país. Toda la familia no está numerada en Chile.
Elisabel no tiene ninguna vacuna ni puede ser atendida en los centros de salud por los controles sanos. La familia no puede optar a ningún beneficio social.
Los niños están estudiando gracias a una gestión del arzobispado, gobernación y seremi de Educación.
Willy ruega con vehemencia y pide “por favor que nos den una oportunidad a nuestra familia, que no nos expulsen, que por favor levanten la orden de la expulsión; sabemos que cometimos u grave error, pero se hizo por temor a perder sus vidas”.
Desean quedarse en Chile pues en este país se siente seguros y acogidos.
Minutos después la familia sale a vender las papas rellenas a los vecinos del sector.
Fotos: Sebastián Rojas Rojo.