El hombre de mejillas infladas, pelo chuzo y chaqueta reflectante dice con la vista fija en la tierra, que le habría gustado ser un carabinero. Reconoce su encanto por el uniforme verde, botas bien lustradas y el cabello corto; luego piensa y con la lengua traposa afirma que no entiende cómo alcanzó su actual estado, pero que no se arrepiente de nada.
-Estoy sano-, dice pegándose unos golpecitos en la guata.
Confiesa que ha pasado por todas y que lo conocen todos. Ha sido malo y bueno, a la vez.
-¿Cómo es eso?
-La vida en la calle a veces te enseña a ser malo, pero también bueno.
Lentamente levanta su cabeza; parece que ésta le pesara demasiado. Mirando unos vehículos que transitan por la calle, dice que a veces no entiende porqué está vivo.
Es fácil leer su vida; los surcos en el rostro arman una historia sobre marginalidad. Nuestro olfato descubre el resto.
Francisco Armando Bustamante Martínez de una edad indescifrable entre 40 y 50 años, declara que en promedio bebe cuatro cajas de vino de un litro al día; no recuerda desde cuando sigue la dieta del caldo, pero es desde hace tiempo. El dinero para suplir su necesidad de beber lo hace dirigiendo el tránsito.
Y verlo es un show.
Come lo que le dan. Como todo alcohólico prefiere beber, antes que alimentarse.
Para aprovisionarse de su vicio se inventó el trabajo de Carabineros.
Francisco, quien es conocido como el “Guagua”, emula a un policía sobre el asfalto de las calles Sucre con Andrés Sabella.
Es posible hallarlo durante la tarde, aunque también trabaja a mediodía. Puede decirse que labora cuando no tiene más que beber.
Las monedas le caen rápido. Provoca más simpatía que compasión.
El hombre se ubica en el medio de la pista; pone un cono que corona con una caja de vino tinto. Luego con un pito en la boca y una cacerola en la mano comienza su espectáculo sin medir los riesgos.
Tocándose la piel de lija de su rostro, confiesa que no recuerda haber estado en peligro de ser atropellado. “Un día un carabinero pasó cerca mío y me dijo quédate ahí, porque lo haces bien”.
Ese detalle lo hace pensar que su trabajo está acreditado por Carabineros. Elucubra que es amigo de un capitán y que ha estado en la comisaría.
-¿Y dirige el tránsito curado?
El guagua hace una leve afirmación con la cabeza. Admite que con alcohol funciona mejor; es el secreto de dirigir el tránsito.
La única amenaza, dice el hombre es cuando aparece en escena la mujer con quien vive. El encuentro es una comedia hilarante con matices de tristeza.
La mujer le quita las monedas a la fuerza a un costado de la calle. Algunos autos se detienen a presenciar el drama. Llueven los insultos. Golpes van y vienen contra el pobre “Guagua”; el hombre pierde.
Reconoce que él no le pega a las mujeres; y que las mujeres le pagan a él.
-¿Usted es un hombre maltratado señor?
Tocándose un mechón tieso, afirma que no le importa lo que digan de él.
En la quebrada del ají
“El guagua” es conocido en el sector de la Miramar Central. El hombre se ha ganado la simpatía de los vecinos. Lo califican como un borrachito simpático. No es agresivo, aclaran desde un negocio.
Hay vecinos que lo alimentan; que se compadecen de su estado. Concuerdan que es maltratado, como también que nadie hace nada por él.
Francisco revela que no tiene hijos y que su único vínculo lo tiene con la mujer. Dice que ella lo protege.
Lo acompañamos a su casa. Los interiores de la Miramar Central están llenos de pasajes estrechos, recovecos y onduladas quebradas. “El guagua” camina rápido entre paredes timbradas con anuncios de la barra de Colo Colo.
Los vecinos lo saludan. “El guagua” se introduce a su casa entre los restos de una reja de palo y latas. Llegamos. Al costado hay un jardín descuidado; sobre un fierro que despunta de la reja hay una caja de vino. A estas alturas las cajas de tetrabrick son algo así como la bandera del “guagua”; su símbolo.
Nos dice que esperemos afuera.
La vivienda es pequeña; parecida a la de Condorito. A los costados hay chatarra; antes de su éxito dirigiendo el tránsito, el hombre fue chatarrero.
Los gritos aparecen cuando “El guagua” pone el pie en la casa. La peculiar forma de comunicación se escucha por toda la quebrada; es como si viviera un monstruo adentro. La casa parlante se desvanece una vez que el hombre sale.
“El guagua” viene hacia nosotros. Dice que no podemos pasar a conocer su feudo; que lisa y llanamente no tiene permiso.
La mujer ni se asoma. El guagua excusa a su dama y dice que está celosa.
“El guagua” ahora regresa a Sucre con Sabella. Camina con cierto bamboleo. Necesita hacer las monedas para seguir viviendo. Cada día tiene su afán, dice el hombre que camina cabizbajo.
-¿Guagua y cuándo nació?
El hombre dice que eso no es importante, pero sin embargo se detiene a pensar. Mira al cielo, se rasca la barba y luego de unos minutos, dice que no tiene claro si fue en 1968 o 1969, pero en Antofagasta. “Debo tener algo así como 49 años”.
Sin que le preguntemos, dice que el caldo de pollo es su comida favorita.
¿Y por qué te dicen Guagua?
-Una vez cuando chico un niño más grande me estaba pegando. Alguien gritó no le “peguí” a la guagua, y así quedé como el guagua.
Luego sigue su andar.
-¿Guagua, y en qué año estamos?
-No sé; perdí la cuenta.
Es mediodía y “El guagua” todavía no hace ninguna caja de vino. Lo normal es que ya tenga uno o dos en el cuerpo; en consecuencia apura sus pasos para dirigir el tránsito.
Foto: Sebastián Rojas rojo.