“Buenos días señor”, nos saludo el grupo de mocitos, dispuestos en fila y bien afeitados. Parecen un batallón de conscriptos. Rígidos como si adentro siguieran una doctrina militar. Es sólo apariencia o una tomadura de pelo. Una vez que el gendarme pasa, se sueltan. Hasta ríen. Si uno tuviera ojos en la nuca quizás vería morisquetas y hasta gestos obscenos.
Mientras menos ruido uno haga, mejor. Lo ideal es pasar desapercibido. Piola.
Dentro de la cárcel hay que saber ubicar la mirada. Lo recomendable no es mirar demasiado a los ojos. El peso de las miradas se siente y molesta. Apabulla, a ratos. Da la sensación que hay poco espacio entre un saludo y un combo. Ni hablar del callejón oscuro.
Cuando ven al gendarme otro grupo de mocitos queda detenido, algo así como: un, dos, tres momia es. Son estatuas. Mantienen sus dos manos detrás de la espalda, apretadas, como si protegieran algo. Los más jóvenes usan el corte de Arturo Vidal, o sea pelado como lija por los lados y una cresta de pelo a lo mohicano. Los viejos tienen guata y parecen mejor aseados.
De repente los mocitos se relajan: ¿Usted –nótese el usted- de dónde viene señor? ¿Son periodistas? ¿Son de un diario? ¿De qué diario? ¿A qué vienen? El mayor José Luis Calfuquir, un moreno que inspira respeto, nos saca del medio.
Estos mocitos son afortunados. No pasan las pellejerías de los choros a los que no vemos, pero sentimos. Los choros están al otro lado de la pared. Los choros son refractarios, o sea no tienen ningún interés por cambiar. Los choros en definitiva son los malos dentro de los malos. Si los choros lo miran feo, usted tiene dos opciones: o le meten tajo a punzón o los transforman en su mocito. Un mocito aguanta todo. Cuando le sacaron los bidones de gas y los anafres, cuanta Calfuquir, los choros no querían comer, pero al final se acostumbraron al nuevo sistema donde un grupo de mocitos seleccionados, por su buena conducta, le cocinan a todos. La revolución alimenticia en las cárceles de Chile partió para los 1.564 internos de San Miguel.
Por si acaso, para esta crónica sólo vimos choros en la sopa.
Sopa de choros
Seis mocitos medios sudados revuelven tres ollas platinadas de medio metro. Ese jueves le tocó a un par de jóvenes lanzas de cuerpos delgados y flexibles y a un violador algo más viejo, con ponchera cocinar la sopa. Hablan poco entre ellos. Deben estar aburridos de tanto mirarse. Son las 11.30 horas y a mediodía todos almorzar. De segundo, hay reineta a la plancha. Ya vendrá la degustación.
El requisito número uno para ser un buen mocito de los gendarmes es la obediencia. Portarse bien significa no estar al lado de los choros. Difícil. “Hay que estar bien con Dios y con el Diablo”, sopla un mocito de los lanzas, de los jóvenes. Si usted hace buena conducta, entonces podrá optar a ciertos beneficios. Los beneficios están de lado de los gendarmes, los dueños de casa. Un mozo es supuestamente buen amigo de los gendarmes, tal vez eso moleste a los choros. Los roles cambian cuando se apaga la luz o se cierran los candados. Por esta razón, Calfuquir, dice que la mayoría de los mocitos, por lo menos ahí, vive separado del resto de la población penal, o sea de los choros. En San Miguel los choros son evacuados por las poblaciones La Legua y San Gregorio, especialmente. Los mocitos también vienen de ahí y son ladrones primerizos o soldaditos de los narcos. Los mocitos viejos son en su mayoría violadores o aterrizan por violencia intrafamiliar.
Aclaremos el pabellón donde está ubicada la cocina es como el sector Premium de esta cárcel o lo hacen parecer así. Tan Premium que el nuevo comedor, que todavía no debuta, tiene dos televisores. La idea dice Calfuquir es que con estas comodidades los choros reflexionen y entiendan que pueden optar a una mejor calidad de vida dentro del penal. El problema es que los choros no quieren ser mocitos. Es medio utópico pensar en que un choro reflexione pero los hay, afirma Iván Palma Rodríguez, 47 años, encerrado con robo por violencia, ex lanza internacional y maestro de las pizzas y tallarines por su experiencia en Italia. “Los choros reflexionan para hacer sus maldades. Los mocitos reflexionan para sobrevivir y salir luego de la cárcel. Esa es la diferencia”, aclara con ironía el laza pizzero.
A poner la mesa
Las ollas industriales hierven. Todo está pasado a choro. La cocina de la cárcel de San Miguel parece una sauna. Es un lugar cerrado como submarino. El piso siempre permanece húmedo, resbaladizo. Es fácil sacarse la cresta ahí y quemarse.
A un costado del escenario, el cabo Fabián Uval vigila. Uval hace de presentador. No todos los reos hablan con la prensa y ni posan para la cámara. Desconfianzas habituales. Otra vez preguntan ¿De qué diario son? Se hacen rogar, un poco, para las fotos. Al final los mocitos posan.
“Es bueno trabajar acá”, dice Francisco Herrera González (49 años) que ha sido ladrón y violador, esto último según gendarmería. El no lo reconoce. A Francisco, quien mira como si usara ojos de vidrio, le quedan dos años. Francisco observa más que habla. Llegó a la cocina por buena conducta adentro y porque además tenía experiencia en cocina. Una de las últimas veces que estuvo afuera laboró en un restaurante. De ahí que sepa manejar los cuchillos. Sabe de cortes. Hace una demostración con un tomate, pero éste se revienta en su mano por la presión.
Uval explica que son los únicos en el penal que tienen acceso a los cuchillos. El resto a cucharas y tenedores; sólo para comer. Calfuquir explica que los cuchillos de mesa son los más peligrosos. Son pequeños y por esto son fáciles de esconder. A la vez, estos cuchillos son letales en las manos de los presos cuando le sacan punta; más letales que los punzones cuyo uso requiere más espacio. Las peleas a punzones son como las de los gladiadores en el coliseo. Imagínelas. Los tenedores, en tanto, no son problema porque sólo dejan arañazos, algo así como si a usted le lanzarán un gato en la cara.
El menú semanal del almuerzo el siguiente (es variable en todo caso): los lunes, fideos con salsa; martes, porotos (legumbres); miércoles, cazuela; jueves, pescado; viernes, pollo; sábado, 100 gramos de carne con arroz y domingo, shapsui. A las 8 horas toman desayuno a base de leche, y en la tarde, cuando se encierran a alrededor de las 17 horas, se llevan un pan con mermelada. En cuanto a alimentación, un reo cuesta a diario al Estado 1500 pesos más merienda (la merienda es el pan con mermelada). Antes del incendio en San Miguel, la alimentación de un reo no superaba los mil pesos.
El ex lanza internacional Iván Palma, que ya goza de salida dominical, dice mientras pone la mesa que sus compañeros mocitos prefieren sus pizzas y fideos. “En Italia con mi trabajo compre una máquina y me la traje para Chile. Cuándo estaba afuera era un éxito. Me lucía. Fabricaba fideos, hasta que caí por robo” afirma en tono de broma.
Almuerzo
Los gendarmes mantienen su comedor aparte, pero esta vez nos acompañan a la degustación del caldo de choro en la pequeña sala del submarino. Nos entregan una bandeja de plástico. Los mocitos echan caldo y pescado. Un poco mezquina la ración del pescado, pero es de acuerdo como se mire o si, por ejemplo, antes se tomó o no desayuno. No lo hice. La sopa sabe bien. Iván Palma dice que a lo mejor le faltó sal. Hay que enfriarla. Mucho calor para caldo. Le digo a Palma que la sople. El gendarme lo mira. Palma sopla. “Estoy acostumbrado. No se preocupe, así funcionamos los mocitos”.
A todo esto, un grupo de travestis pasa a nuestro lado. Para que se haga una idea: son mujeres con espaldas de hombre y uno que otro pelo huacho que asoma. La mayoría de rojo. Tampoco meten mucho ruido. Los mocitos no las molestan. Se pierden por una puerta a un comedor. Son las 12 horas. Parece que todos tuvieran hambre, pero en la cárcel no se demuestran las necesidades. Los afectos sólo brotan cuando se apaga la luz o se cierran las celdas tipo 18 horas. Una travesti de amarillo más pequeña y algo rechoncha logra una risa cómplice de los gendarmes. La risa distiende.
La reineta está buena. Faltó el tomate quizás. La dieta de los presos es sana. Poco colesterol. Las cocinas hechizas, por lo menos ahí, ya son piezas de museo. Digamos que para que todo esto se lograra, tuvieron que morir 81 personas en San Miguel. Sacrificio que no fue en vano. Sin el incendio, reconocen los mismos gendarmes, todo estaría igual que antes y en ese lugar donde hoy comemos tal vez habría olor a orín y a mierda.
Pudo haber habido chicha, dice Palma de postre. Calfuquir lo mira, y dice que de lo que sirven surgen los ingredientes para hacerla. La chicha de cana aguanta todo, desde hollejos a excremento. Siempre se requisan, dice el mayor, es la bebida de los choros hecha por los mocitos, es una forma de servidumbre. La sobremesa la cortan los llamados a Calfuquir. Debe estar en otro sector de la cárcel; un sector más complicado. Nos despedimos con el estómago lleno. Los mocitos se despiden con un fuerte apretón de mano ¿En qué diario saldrá esto? Pregunta el que más se arregló el mohicano para el foto.