Dos adolescentes del mismo liceo se habían suicidado en Calama, en una situación que llevaba a elucubrar la posibilidad de una secta. Mientras los chicos se colgaban, otro deslumbraba en las calurosas tardes del domingo, en el estadio municipal. La nueva joya de Cobreloa, Alexis Sánchez, de 17 años, le daba un respiro a una ciudad trastornada por la gran mudanza de los habitantes de Chuquicamata hacia Calama. El arrogante campamento minero se encajaba en Calama, como flamante bloque Lego sobre una plataforma media deforme.
A Juan Andrés, periodista del nuevo diario de Calama, le entusiasmaba la idea que los suicidios fueran por efecto de la mudanza; por lo menos eso intentaba convencer a Enrique, en la lustrosa barra del bar El Mexicano. Enrique quería hablar de lo extraña que le parecía Betty, la regente del bar. Le daba la impresión que la mujer pasaba por algún problema. Esta vez Betty saludó con una mueca fría a Enrique, quien había llegado media hora antes que Juan Andrés, y con ese detalle el hombre armaba una teleserie en su cabeza.
-Algo le sucede; no puedo asegurarte de qué se trata pues todavía no quiere hablar. Le hice una seña y dijo que esperara. Quizás más rato se acerque. Creo que fue por algo que me contó antes de ayer; dijo que conocía a la familia del chico que se colgó en el colegio. Vivían cerca. Estaba impresionada. Ayer no pasé por aquí. Mira, puede ser que tenga que cerrar el local, cuestión que sería terrible para nosotros. Imagínate negro qué haríamos sin esto.
Juan Andrés miró el trasero a la mesera que si parecía alegre. La canción Slither de Velvet Revolver que llenaba el bar no acoplaba con el meneo de la mujer. Ella cantaba la camisa negra, la canción de moda. Juan Andrés no quiso hacer el ejercicio de meterse en la cabeza de la mesera, como la hacía su compañero, pero dedujo que la chica no estaba cómoda en el que podría ser la única shopería que tocaba rock en Calama. La chica estaba en otro lado.
Un shop y medio de ventaja le llevaba Enrique a Juan Andrés y eso era bastante al momento de ampliar las percepciones. En consecuencia Juan Andrés quiso terminar rápido con su primera cerveza de la tarde y alcanzar a su amigo, pero Enrique iba más rápido y a la vez aumentaba su curiosidad por Betty, cuestión que no cambiaría hasta que ella se acercara y le diera la esperada respuesta.
Era pasadas las 19 horas, demasiado temprano para irse a encerrar a la pensión. Juan Andrés y Enrique integraban el grupo de periodistas del nuevo diario; compartían la condición de ser solteros y bordear los 30 años. Salieron de la misma universidad hacía un par de años y éste era su primer trabajo estable. No fueron muy amigos en esa época ni pensaron que el destino los iba a unir en Calama, pero ahora estaban ahí; esperando que la empresa los pusiera en otro lado. Para Juan Andrés, como le gustaba que le llamaran para darle más fuerza a su apellido común, era un reencuentro con Calama. El periodista se había criado en la ciudad. Sin embargo por lo único que sentía orgullo era por Cobreloa. En los últimos años el equipo no había andado bien y eso era un problema no sólo para Juan Andrés sino que para Calama. Los triunfos en el fútbol solían ser la única alegría en una ciudad que no parecía tener más obligaciones que trabajar, beber e ir al estadio.
Puede decirse que Cobreloa era el barómetro emocional de Calama; el sistema nervioso.
Los calameños sentían nostalgia de los subcampeonatos de la Copa Libertadores de los años 1981 y 1982. Luego apareció Marcelo Trobbiani, un 10 clásico, quien arribó como campeón del mundo con Argentina en el año 1986. Fueron los años dorados de Cobreloa; tiempo en que Codelco apoyaba de manera directa al club. José Sulantay, en los noventa, entregó un par de campeonatos hasta desembocar en los torneos cortos de los 2000, con triunfos de los DT uruguayos Garisto y Nelson Acosta, bajo la batuta en la cancha del fallecido Fernando Cornejo.
Ahora el niño flaco de 17 años regresaba el brillo de antaño a los domingos. Los calameños se reencontraban con un jugador distinto. De Trobbiani que no se veía algo así. A diferencia del argentino, el niño era moreno y de la zona; eso gustaba. Corría como desesperado cada pelota y no parecía hacerlo por dinero, sino que lo suyo salía de adentro con la ingenuidad de un cabro chico jugando a la pelota. El niño se divertía. Alexis hacía ver viejos a los defensas, los humillaba y por ese le pegaban; a ratos volaba y ese dolor llegaba hasta la guata de los espectadores que a esas alturas se sentían los progenitores del pequeño genio. El cabro chico se paraba, reía y seguía jugando. Venían los aplausos de los forofos. A veces se engolosinaba demasiado con el balón y terminaba enredado como pulpo y eso indignaba al pelado Acosta, el entrenador, que levantaba la mano y floreaba al aire una sarta de garabatos. Al final quedaba la impresión que él solo: Alexis Sánchez, el niño del desierto, con su uniforme naranja, cabeza erguida, cuerpo medio encorvado hacia delante, flaco, duro, sonriente y con la capacidad de mantener a miles de espectadores pendientes de él, por si solo podía ser capaz de derribar a los monstruos de Santiago.
Entonces Alexis era una pequeña reivindicación de la provincia; pero era cuestión de tiempo que la capital lo absorbiera y eso lo tenía claro el pelado Acosta, quien ya lo había recomendado pues sabía que el cabro chico se transformaría en un crack.
La mesera, delgada, algo rubia, con su escote profundo sobre pechos pequeños pero bien formados y faldita breve les renovó la ración de cerveza. Enrique volteó a mirarla con la idea de llamar la atención de Betty.
-Se ve triste, como que no quiere estar acá. No le debe gustar la música ni nosotros ni esos que le miren las tetas – Juan Andrés apuntó a unos parroquianos que esa tarde no parecían tener nada más digno que hacer que mirarle el culo a las meseras y hacer gesticulaciones obscenas.
Y Juan Andrés continuó: -Debe ser triste para ellas que todo el rato te miren. No sabe que nos buscamos las tetas sino el corazón (rió). Betty se aprovecha de estas chicas pobres del sur. Las debe traer engañadas; que aquí hay riquezas y después las pobres sino se aseguran con un minero con plata o regresan o se transforman en putas-
Enrique revisó su teléfono (esto comúnmente lo hacía cuando estaba ansioso y en consecuencia no estaba pendiente de lo que hablaba su amigo)
- Tú sabes que aquí cualquier mujer blanca y algo rubia es considerada cuica –dijo Juan Andrés, mirando a una de las chicas. Le hizo un gesto a la chica por una cerveza y ésta correspondió con el mismo gesto.
-Espera-interrumpió Enrique.
-¿Cómo te llamas? –preguntó Juan Andrés frotándose la barbilla.
-Perdita- dijo la chica marcando las sílabas.
-No te conocía, supongo que hace poco trabajas acá- dijo Juan Andrés con la cabeza ladeada y una sonrisa que se deshacía lento.
-Llegué esta semana, éste es mi cuarto día en Calama- dijo Perdita mientras le servía un shop.
-¿Y te gusta?- dijo Juan Andrés bajando las cejas.
La chica lo miró sorprendida como sabiendo que el hombre que ahora le ensartaba los ojos sabía con antelación esa respuesta.
-Hay que acostumbrarse, dijo la mujer.
Juan Andrés no alcanzó a decirle gracias. La chica se fue a atender la mesa de los depravados que pidieron más cerveza.
-Fíjate en Betty está hablando por teléfono- dijo Enrique. Juan Andrés miró con desgano a la mujer, que parecía concentrada en una conversación. Otra meseras esperaba hacía minutos por un vuelto. Había una evidente desconexión entre Betty y el entorno.
-Tal vez está hablando con Juan Limón- dijo Juan Andrés. Ambos rieron.
Enrique creía que había un personaje detrás de los suicidios y ése era un tal Juan Limón, un moreno treintañero de rostro delgado que usaba cintillo a lo Axel Roses y un chaquetón oscuro y brillante tipo Neo de Matrix. A Juan Limón le seguían adolescentes que vestían de negro. Se juntaban en una galería del centro donde vendían cartas Magic. A Enrique le mareaba la idea de un trasfondo social, y por último eso no iba a vender tantos diarios como la secta. El dilema era que la PDI todavía no hacía oficial el interrogatorio a Juan Limón. La madre del joven del último suicidio acusó que Juan Limón era amigo de su hijo y que esto lo había inducido a matarse. Enrique soñaba con revivir algo similar a la historia del chupacabras en Calama.
-Si Cobreloa con el niño Sánchez sigue jugando como ahora, seguro que pronto nadie hablará de los suicidios pues siempre se han producido. No son raros, tu puedes decirlo negro pues eres de aquí. Esto es como una bodega humana. Lo raro amigo –Enrique levantó la pera y habló mirando los peces de ojos saltones del acuario que parecían mirarlos a ellos- es que este joven del liceo más pobre de Calama se matara en medio del patio del Colegio Chuquicamata; eso es impactante.-
-Tú crees que alguien le dijo que tenía que inmolarse- preguntó Juan Andrés con un tono socarrón.
-seguro- respondió Enrique.
Hace tres días un joven del Liceo B-10 saltó las murallas del colegio Chuquicamata, el más exclusivo y se colgó en el patio. El colegio quedó boquiabierto. La ciudad seguía boquiabierta. Una semana antes otro joven, del mismo Liceo B-10, se había quitado la vida colgándose en un árbol de la rivera del río Loa. Juan Andrés llegó cuando los detectives le quebraban los huesos al joven para arreglar el cuerpo.
Los dos pidieron más cerveza.
-¿Cómo te llamas? Preguntó Enrique.
-Perdita Durango- contestó la mesera mirando a Juan Andrés.
-¿Y de dónde vienes?
-De un lugar que no importa, pero no terminaré de puta- repitió la mujer con una sonrisa dibujada en el rostro.
-Entonces yo soy Romeo Dolorosa- contestó Enrique.
-Supongo que la realidad es demasiado monótona para jugar a ser un pop star- dijo Juan Andrés.
-Sí, entonces tú eres Fher de Maná por tu evidente sobrepeso.
Los hombres rieron.
-Aquí hay un problema social, un resentimiento en ciernes –dijo Juan Andrés-, los jóvenes de Calama, que toda su vida han jugado a la pelota en la tierra, yo jugué en la tierra en una pasaje asfixiante y con la pasta base a la vuelta de la esquina, ven que los recién llegados de Chuquicamata tienen canchas de pasto en sus condominios.
-¿En serio?-dijo Enrique con una sonrisa creciente.
-En serio-respondió Juan Andrés.
-Mira Juan Andrés puede estar quedando la cagada ahora mismo con otro suicidio (Enrique miró a Betty), pero necesitamos algo que haga visible el drama en Santiago, captar atención nacional ¿entiendes? una historia detrás de esto; de lo contrario estos cabros se seguirán matando y nadie dirá nada. Ah, Calama, dirán los guevones, y qué se maten todos esos paitocos. Tú lo sabes bien como periodista por esto Juan Limón nos cayó desde el cielo; Juan Limón el líder de algo así como una secta, pero secta al fin y al cabo, que llama a los chicos del liceo a matarse como una manera de protestar por la llegada de los chuquicamatinos, los niños ricos.
-No gueón; no creo que el asunto vaya por ahí –dijo Juan Andrés frente a la mesera, que cada vez estaba más cerca de ellos.
Betty se acercó a Enrique y le dijo en voz baja que su sobrino estaba detenido en la PDI por los suicidios, y que por favor, no publicara nada en el diario pues su sobrino era inocente.
Enrique puso la mano en la muñeca de Betty. La apretó unos segundos y luego Betty se desprendió para regresar a la caja.
Juan Andrés por debajo le pegó un golpecito con el pie a su amigo.
Enrique le hizo un gesto a Perdita y pidió otro shop, el quinto.
-Creo que la salvación es Alexis Sánchez –dijo Juan Andrés-, el niño; él es la esperanza de los cabros. Acuérdate que pronto todos querrán ser como él y hasta se querrán cortar el pelo como él y hasta hablarán como él. El chico es un ejemplo positivo para los cabros que juegan a la pelota en la tierra. El próximo partido pongámosle un apodo en el diario que lo represente. Calama necesita algo así como un superhéroe que la saque de la mierda. Me gusta niña maravilla.