Quantcast
Channel: En la frontera
Viewing all 156 articles
Browse latest View live

La Cancha

$
0
0


El brujo le sesea cosas al oído a un señor cuyos ojos pequeños de pasas revelan cierto aturdimiento. Ambos hombres están agachados justo debajo de un local donde se expenden fetos de llama. A ese pasillo le denominan el de los brujos. Hay ranas, pezuñas y huesos. Una pata de llama puede ser el control remoto para encender algún espíritu. Hay cartas. El tarot, como siempre, se vende bien. Sin embargo en ese mundillo colorinche de santerías donde los rincones huelen a orín la hoja de coca manda.  La hoja de coca habla. La coca puede predecir lo que usted hará a futuro.  
La cancha en Cochabamba es una de las más vertiginosas ferias de Sudamérica. Juan Malebrán (35), es chileno y lleva 7 años viviendo en la ciudad donde se filmó la película Caracortada.  Malebrán reconoce que le costó tomar el pulso a la ciudad. Los bolivianos son cerrados. No le gustan los extranjeros, dice; tampoco le gusta la barba. Malebrán luce como el Che Guevara y tiene de novia a una chica española descendiente de japoneses. 
En Cochabamba hay muchos gringos de paso. Muchos van a creerse Caracortada. Son gringos de rostro apretado. Los bolivianos desprecian la cocaína. El brillo del polvo deslumbra a los gringos. Por la cocaína muchos gringos son engañados y asaltados. Otros se pierden y otros se quedan, cuenta Malebrán quien trabaja en el centro cultural Martadero. Abundan historias como la de un serbio que peleó en la guerra de los Balcanes; luego una mafia del este lo envió a Cochabamba. Los sueños del serbio se quedaron adheridos


en el control de narcóticos en el aeropuerto de El Alto. Pasó cuatro años en la cárcel en Bolivia. Hoy mantiene un pub que es frecuentado por extranjeros.
El serbio, medio en broma, dice que tiene una buena idea para que Bolivia recupere el mar: lanzar un bombardero de cocaína a Chile.


Órganos
Unas cholas de trenzas hasta la cintura se ríen de un gringo a quien se le cayó la cámara fotográfica. El gringo parecía nervioso. Los gringos son blancos de burlas en medio de los estrechos pasajes de La cancha, en Cochabamba. Es fácil perderse en el mercadillo más grande de Bolivia en busca de cocaína.
Cerca del gringo unas mujeres ciegas rezan. Unos les paga para que recen. Pueden estar rezando todo el día. Es una música monótona, molesta.
Uno no para de descubrir rarezas. Pueden hallarse hasta órganos humanos, es asunto de consultar, dice el poeta. Malebrán cuenta que hay mafias brasileñas que compran órganos. Dice que en los sectores rurales hasta se llega a matar para vender los interiores. Cada cierto tiempo desaparecen niños. Las imágenes de chicos desaparecidos están adheridas en el terminal de buses y en otros sectores. A la gente se la traga la selva. Cochabamba está al lado del Chapare, una zona selvática boliviana famosa por la producción de hojas de coca.
El hombre dice que el descontrol es grande en cuanto a la salud. Hace poco la morgue colapsó y los cuerpos estaban a vista y paciencia de todos en el hospital.
-¿Dónde venden córneas?
 Malebrán le pregunta a una chola que vende choclos. La Chola le apunta un sector. Malebrán dice que los siga.  

El brujo

Esta vez nos detuvimos en Rosauro, un brujo de ojos pequeños como pasas y pies oscuros algo plomizos por la tierra seca.
El oficio de don Rosauro es lanzar las hojas de coca para predecir la fortuna. Junto a él, hay varios a la redonda que trabajan leyendo las hojas de coca o lanzando cartas. Todos pueden ser catalogados como brujos. Sus principales clientes son las cholitas, sin embargo esta vez Rosauro hizo una excepción. Quienes trabajan en La cancha son reacios a las fotografías y a los extranjeros. En ocasiones son agresivos. Cuentan que las cholitas son capaces de lanzar el zapato a un intruso que moleste. En consecuencia debíamos estrujar a Rosauro. Nada de visita de doctor. Una sesión de tú a tú con este brujo boliviano. 
El  señor brujo nos pide un billete de 10 bolivianos, para empezar.
Nos invita a agacharnos y en un seseo inentendible me pregunta algo así como el nombre.  Luego de la presentación, mirando fijamente las hojas de coca, pregunta qué realmente quiero de él o qué necesito.
Le explico el asunto. El hombre levanta la pera y queda en una pose de estatua.
Antes de que desarrolle su trabajo, me da permiso para fotografiarlo. A las cholas vecinas no les gusta lo de los fotos. Una se va y otra derechamente le dice una palabra en dialecto andino a Rosauro. Acto seguido le hombre me extiende su palma en señal que pare con las fotos. La chola se cruza de brazos y observa la escena. Luego contesta el celular.
Un minuto y el asunto vuelve a la calma.
Rasauro me pide que lance las hojas. La primera vez lo hago mal. Me hace un pequeña clase express. Intento dos veces y la tercera me resulta. La cuarta va en serio, así que lanzo.
La chola sigue atenta a lo que hacemos.
Señores, las hojas de coca son complacientes. Sin embargo los dibujos que habían formado las hojas de coca, se deshacen cuándo le hacemos una segunda pregunta a Rosauro. No, dice. Lee las hojas. Tajante afirma que habrá quiebre.
La presión de las cholas es grande. Le damos otros 10 bolivianos a Rosauro y salimos por esos pasillos con cabezas de animales muertos. Nunca sabremos si nos lanzaron un zapato.
Llegamos un pasillo donde hay peces raros que parecen ranas y tarántulas. Venden gatos y perros. Un animalista terminaría con dolor de cabeza. Cruzamos un sector donde expenden carne sin refrigerar. Malebrán cuenta que una vez en ese sector, el de los animales, había una jaula con un león de circo. No tiene claro que el destino del león, pero tal vez –dice el poeta con sonrisa maliciosa- se lo terminaron comiendo ¿Quién sabe?
El lugar donde supuestamente venden órganos es aledaño al sector de carnicerías. Preguntamos dos veces por corneas. Nadie nos respondió por corneas. Sólo nos ofrecieron frascos con grasa humana. El cholo dijo que a veces hay más cosas y en otras menos. Hay cremas para la piel de aceite humano y otros menjunjes. Insistimos con las corneas. El cholo dice que no es época.



Esta nota huele a peces por Juan Malebrán. Escrito en 2010.

$
0
0

Hay una cosa que debería resultar más preocupante que la jipi que una mañana se levanta convencida que es artista y comienza a armar su pegatina con discursos “populares” sobre arte, cultura y saberes andinos, porque, en el fondo, tenemos claro que cualquier jipi no es más que un mercachifle que lo único que pretende es instalar su pequeño negocio y que más allá de eso, afortunadamente: no funca. En cambio, los que si se manejan en el ruedo y realmente pretenden algo más que un saquito con dinero, son los que en realidad deberían parecernos peligrosos, y en Iquique, de estos últimos, hay más que unos cuantos. Señorones instalados detrás de sus escritorios o en sus bodegones haciendo en la sombra la zancadilla a quien se anime a la menor señal de movimiento. Estancadores que alguna vez lograron sacar aplauso en los festivales multicancheros del barrio y desde entonces se juran portadores de vaya a saberse qué. Instigadores refugiados en el más despreciable de los chovinismos, repitiendo durante años todas las posibles variantes de un mismo slogan, ocupando tribuna, voz, voto y gozando de vez en cuando de alguno que otro asuntito extraprogramático.
Es gracias a ellos que nos fuimos convenciendo que para estar seguros lo más apropiado era mantener las puertas siempre con pestillos, para no dejar que entrara nadie que pudiera incitarnos al pecado de “lo novedoso” y aquí hablar de lo novedoso es simplemente plantearse la superación romántica del anzuelo y el pampino, tan espantosamente reiterados en nuestras mediaguas expositivas.
Bastaría, entonces, mucho más que unos cuantos petardos para reducir a escombros los muros imaginarios que construyeron a fuerza de teorías truchas estos mafiosos, más peligrosos que la tropa de jipis “cultores” del bronce y la pachanga que se gastan la vida “culturizando”. Se tendría, primero, que dejar la ridiculez del escudo cavanchino, el de la república independiente, y por supuesto, el de los campeones de antaño, para comenzar a mirar el contexto que habitamos, porque no nos interesa convertirnos en historiadores, ni queremos gastarnos los días añorando lo que ésta ciudad FUE. AHORA, porque los temas son otros, los soportes distintos y múltiples las variables es que, estas “zanjas”, deben ser superadas.
Nos hace mal continuar escuchando a estos fantoches, permitirles que continúen decidiendo sobre lo que le conviene a “la región” y lo que no.
Es necesario quitar los cerrojos, dejar que quién quiera pase, entre, critique, cuestione, aporte, se calle o se retire ofendido porque nadie creyó en su estrategia de marketing. Da lo mismo, que suceda lo que sea, pero que pase algo! Que estamos hartos que nos representen los mismos vejetes de siempre, que nos sabemos sus anécdotas de memoria y nos aburren, que no han aportado más que a generar esta desazón y esta desconfianza de la que (al fin!) comenzamos a recuperarnos.
Insisto!

No son los jipis, ni sus murgas, ni sus circos, ni sus festivales playeros los que deberían preocuparnos, a éstos, se les cae la careta, sin pasar siquiera del quinto trago. Los que inquietan son los otros, los que tienen cuñas en los poderes administrativos culturales. Los que en apariencia son bonachones y hasta “comprometidos”, porque son ellos los que se han pasado todos estos años cerrando puertas y tragando llaves.

Exterminan la flora y fauna marina de la región de Antofagasta (carta que me envió carajo)

$
0
0

  
He asumido la tremenda osadía (o el mayúsculo desatino) de enviarte este correo, en cuyo contenido planteo una modesta sugerencia para hacer notas de  relevancia periodística, como una alternativa al reporteo diario de informaciones y noticias, que conforman la pauta regular del La Estrella del Norte.
Esta vez me permito hacer una propuesta, planteada desde una perspectiva ambientalista, referida a la protección de nuestros recursos hidrobiológicos marinos.
 Se trata del nulo respeto a las tallas mínimas, establecidas para tales efectos en una cartilla  -publicada por el Servicio Nacional de Pesca- y que determina los parámetros biométricos que permitan la explotación sustentable de los recursos hidrobiológicos. Vale decir, concuerda con los períodos reproductivos, tiempos de veda, áreas en que se permite la explotación y otras variables que tienen un sustento científico, obviamente.
Dos botones de ejemplo, referidos a la ictiofauna pelágica. El jurel (trachurus murphy) es la especie más complicada desde el punto de vista de su sustentabilidad como especie apta para el consumo humano. Ya no existen ejemplares adultos en las poblaciones que conforman el stock de cardúmenes pelágicos. (Los llamábamos “pavos” en nuestros años juveniles y pesaban hasta cinco kilos). Hoy solo se capturan cardúmenes compuestos por individuos juveniles, con estadios desarrollo distantes de alcanzar tallas reproductivas.
      Verbigracia: nos estamos comiendo los pollos.
 Así nunca tendremos gallinas, menos tendremos huevos… Por lo tanto, la especie está en peligro, ya que no hay repoblamiento con nuevas cohortes.
Lo mismo sucede con la cojinova (Serioella violácea). Sin ponerle ni quitarle una coma. La exterminaron de las aguas antofagastinas, golfo al que ingresaban a desovar en la temporada de invierno geográfico pleno. Entonces, las embarcaciones pesqueras artesanales, mediante redes de enmalle, capturaban cifras tales que nunca representaron un peligro para los stocks de cardúmenes. Pero llegaron las goletas pesqueras con redes muy altas y las capturaron TODAS… Porque esta especie tiene una conducta reproductiva muy especial. Conforman un gran cardumen, donde las hembras son rodeadas por los machos, esperando que estos viertan su contenido seminal al agua. Pues bien, cuando se hallan en esta actitud reproductiva son absolutamente vulnerables, porque estos peces no se desplazan y son detectados por el sonar y el ecosonda como un “cardumen fijo”, que es atrapado sin ningún inconveniente.
 Verbigracia: Es como exterminar a los recién casados, que no alcanzan a formar una prole. ¿Queda clarito el ejemplo?
 Pero… Aquí viene lo de Perogrullo. Parece un chiste tragicómico: Resulta que quisieron enmendar el error y prohibieron la pesca de la cojinova en aguas de la Segunda Región con redes de cerco “anchoveteras” o “sardineras”. Se dispuso una malla (entre nudos) de seis pulgadas, que permitiera a los individuos juveniles escapar del cerco. Ninguna embarcación contaba con tales aperos de pesca… Pero siguieron llegando cojinovas al mercado local…
        ¿Cómo así…?
        Goletas pesqueras provenientes de Caldera (pero que fondeaban en Chañaral), ingresaban a nuestras aguas, pescaban nuestras cojinovas, las llevaban a Caldera o Chañaral y después las enviaban a Antofagasta en camiones frigoríficos, a un precio el triple de lo que costaban originalmente. Lo del precio es un elemento distractor, porque el meollo del asunto es que la captura nunca se detuvo y se continuó con la expoliación del recurso.
       Capítulo especial merece el caso de la albacora (Xiphius gladius).
        Te cuento:
        En mis años mozos, la albacora se capturaba mediante lanzas y un arpón, dotado de una flecha arrojadiza, que se ataba a una larga cuerda.
        ¿Te das cuenta…?
         Este era un método selectivo, porque solo se “lanceaban” ejemplares grandes. Vale decir aquellos que podrían ofrecer un blanco visible. De este modo, capturábamos albacoras de 250 ó 300 kilos y los individuos juveniles “se salvaban” porque era muy difícil darles un “arponazo”.
          Hoy la cosa es diferente y encierra un alto riesgo no sólo para la albacora. La captura es mediante redes boyantes (flotantes) que capturan ejemplares de todos los tamaños, incluyendo individuos INFANTILES. Como lo lees, ejemplares tan pequeños que no sobrepasan los diez o doce kilos de peso. Pero eso no es todo: dado que estas artes de pesca (redes boyantes) no son selectivas, capturan cientos de ejemplares de “Pez Sol”, “Pez Emperador” y muuuuchos delfines. Ninguna de estas especies es apta para el consumo humano, de modo tal que son arrojadas a los tiburones.
     (Y así nos vamos farreando la ictiofauna… Nuestros recursos… Los recursos del mañana inmediato)
       ¿Eso es todo…. Dices tú?
       Veamos… Hay más aún.
        Los ostiones del banco de “La Rinconada” (Argopecten purpuratus) son explotados diariamente –en jornadas nocturnas- por todos los buceadores que tienen sus botes fondeados en la caleta “La Chimba”. Y todas las autoridades del vértice “C” del triángulo isósceles de nuestro gobierno regional-provincial-comunal, lo saben, lo aprovechan y…. ¡Bueno!
         Te puedo dar el nombre del buceador que provee al Concesionario del Casino de Oficiales de Carabineros… Y hace un tiempo asistí como invitado a una reunión comida del Rotary Club y sirvieron ostiones… ¿Es suficiente…?
          Entonces te doy el nombre del buceador que provee a los Rotarios, que tienen ostiones en sus sesiones-cena de los miércoles en la Pérgola de la Amistad.
          ¿Las cholgas? (Aulachomya Ater). ¿Has visto el tamaño?
           Fíjate bien lo que te voy a decir…
           Cuando niño, yo y todos los niños de mi edad (que apenas están en los 60 y tantos), sabíamos que no se podía comer mariscos en los meses sin “r”. ¿Por qué? Porque están “amargos”, producto de su estado de recuperación, después del proceso reproductivo de la temporada anterior (gónadas reducidas a cero, tejido hepático infra desarrollado, textura muscular reducida a su mínima expresión). Corolario: desde mayo, junio, julio y agosto (meses del año sin la letra “r”) no se debe comer mariscos, especialmente los bivalvos.
         Anda y ve en el mercado. Hay almejas y cholgas todo el año.
          Entonces, los bancos de bivalvos se explotan todo el año, sin darles tiempo a repoblarse. Y las capturas incidentales son tremendamente alarmantes. Vale decir, que entre pocas cholgas adultas, hay muchísimos ejemplares pequeños, casi de tamaño larvario.(…Que mueren irremediablemente…)
           Hablar de los “locos” (Concholepas concholepas) es un tema que llenaría páginas y páginas. Hay dos organizaciones que operan en Antofagasta; ambas proveen de los locos de tallas pequeñas a los restoranes y casinos locales. Los excedentes de pequeñas dimensiones los comercializan en los alrededores del Terminal Pesquero, mediante la venta al detalle. Son estos vendedores los llamados “de sacrificio”, porque son elementos “distractores” en la estructura de explotación – comercialización – EXPORTACION. Son estos personajes a los que -cada cierto tiempo- los detienen, los filman, muestran los decomisos, mientras grandes embarques salen al extranjero (Perú) con una vergonzosa complicidad de quienes tienen la misión de proteger que esto ocurra.
         ¿Y las algas?
         Ese es un capítulo aparte. Ya nadie recoge algas que vara el mar. Ahora están siendo taladas en todas las playas de la Región de Antofagasta. Desde Caleta Loa hasta cerca de Pan de Azúcar… Son miles de “algueros” que utilizan garfios, arpeos y “chuzos” para arrancar de cuajo las algas (Lessonia nigrescens –Machrocystis integrifolia). Algas que conforman el nicho ecológico que comparten con erizos, lapas, jaibas, apretadores y otras especies del ecosistema intermareal y submareal. Verbigracia: Estamos cortando los árboles…. Luego se van a ir los pajaritos, los insectos, los arácnidos, hasta que quede solo la nada… La nada misma.
       Con los pulpos (Octopus sp.) sucede algo similar. Días antes de abrirse la veda anual, ya hay buceadores expoliando los intersticios submareales que conforman su habitat. Los capturan y los “apozan”. ¿Qué ocurre después?
       El primer día de apertura de la veda, la autoridad se muestra orgullosa, ufana, casi exultante. La prensa (nuestra prensa) elogia la capacidad extractiva de nuestros buzos. (Aquí está el elemento “distractor”). Pero nadie repara en las cifras de captura. El recuento muestra que en el primer día, un buzo extrajo 450 pulpos en tres horas de inmersión. (Ese es el promedio de todos… ¡Sorprendente!
    Si se hace análisis matemático elemental, quiere decir que en 180 minutos fue capaz de extraer más de dos pulpos por minuto. ¡Imposible, mi querido Rodrigo…!
    ¿Cómo se puede sustentar tamaña falacia?
        ¿Te das cuenta…?
        Hay mucho que reportear. Tarea que puede emprender desde tu tribuna.
        Pero es algo que la comunidad debe saber… Y ello es tarea de la prensa.
        Ahora bien. Sé que lo primero que salta es preguntar al Doctor Guerra de la Universidad de Antofagasta. Es mi condiscípulo, mi vecino por largos años y con el cual tuve el agrado de trabajar y compartir muchos de sus amplios conocimientos.
         Pero…
         La Universidad, la Facultad de Recursos del Mar y el equipo académico están “atados de manos”. Por ello, el rigor científico tiene mis válidos cuestionamientos. Tú sabes que hay empresas que apoyan la investigación en las Ues. Pero con la condición sine qua non que los resultados de las investigaciones no deberán afectar a aquellas empresas, porque se deja de financiar esos proyectos de investigación. Ese es el “intríngulis” que condiciona la verdad científica. ¡Y la somete…!
          ¡La verdad termina sometiéndose (¿vendiéndose?) a quien la financia…. ¡Ufff…!

          Por eso estimo que la prensa –mediante los reportajes denuncia- tiene la misión de desenmascarar estas verdades ocultas por un sistema corrupto, (agiotismo y nepotismo de por medio). Con dolosas colusiones, con acciones que rayan en el umbral de la vergüenza… Que oscilan entre el delito y la anuencia de quienes lo permiten (o simplemente, no lo impiden).
          Esa es mi intención, mi amigo Rodrigo.
          “Desmoldar” este periodismo actual, cotidiano, plano, demasiado formal, escasamente atrevido… ¿Es esta la formación que les entregó la Universidad? ¿Es que la UCN está formando periodistas de oficina pública, para un periodismo panfletario y de emisión de boletines?
          Me preocupa la esencia del problema, porque como educador, la mirada mía apunta a los académicos, que tienen escasa renovación y siguen anclados –amarrados con cadenas- a los paradigmas obsoletos del periodismo de mediados del siglo pasado.
         Y me duele comprobar (porque he alternado con muchos de los periodistas jóvenes) que son profesionales muy limitados. Sin temor a equivocarme, creo que son profesionales que –en su máxima expresión- pueden armar un “diario mural escolar”. Con grandes vacíos en su formación. Con graves falencias en su instrucción… Y con una ausencia total de pasión por el periodismo.
             Sean –empero- válidas y respetables todas las excepciones, que sí las hay.
             Pero son exactamente eso: excepciones.
             Aunque esto puede ser tema de otra nota… Que espero no te incomode.
             Verba volant, scripta mannent  (“Las palabras las lleva el viento, lo escrito permanece” –reza la expresión latina).
             Ahora bien. Si esta nota no da para inquietar al equipo de prensa, por lo menos que la lean, la discutan, la analicen. Que puedan recoger un mínimo de provecho del tenor de todo lo que expongo. Que se informen, para conocer realidades ocultas que nos socavan y que –a la larga- terminarán afectándonos…
             Que ejerzan un periodismo “más allá del habitual y formal periodismo”
             (…Creo yo )

             Nos estamos viendo, en cualquier recodo del camino de esta vida….

Las actrices porno también se enamoran

$
0
0


En este momento, Camila debe estar en la mira de un camarógrafo mexicano. Es el debut de esta mujer en el cine pornográfico, un hecho trascendental en su vida, confiesa.
El martes viajó a México, desde Santiago, con exámenes que acreditan que no padece Sida ni ninguna enfermedad venérea. Los exámenes le costaron alrededor de 200 mil pesos, los mismos que logra en una atención en su calidad de escort vip. Camila está sana. La película donde participa es sin preservativos. Un día antes de irse, esta mujer de 30 años, morena, ojos claros, de estómago curtido por las abdominales, dice que después de varios intentos fallidos en Chile, por fin protagonizará una película para adultos. Esta vez la pegaron los pasajes y le dieron un adelanto de dinero. Son empresarios serios, afirma convencida. Camila viajó confiada. Sueña con una carrera en la industria del cine para adultos. Se reconoce como una Milf, una clasificación en género pornográfico para mujeres que ya son madres.

odioso primer amor
Hace 20 años, Camila era una niña tímida. Vivía en Buenos Aires.  Era  de observar, antes de emitir alguna opinión. Muchas veces pasaba desapercibida. De esa manera vivió la adolescencia.   Su primer novio lo tuvo a los 18 años. Era un chico de su misma edad el cual conoció en un instituto donde terminó sus estudios de ingeniería en informática. Este pololeo se extendió sólo por 6 meses, debido a que él le fue infiel. La cambió por otra chica con quien se casó.
Sin embargo, al cabo de diez años, se reencontró con este novio en un gimnasio. El tipo estaba más gordo, pelado y con 5 hijos de diferentes mujeres, a lo cual Camila se dijo: “de la que me salvé”. Lo que sorprendió a Camila, es que el señor no se aguantó las ganas y le pidió por favor un “remember”.
 Otro novio marcó su presente y  futuro. Se trata de un profesor de gimnasia de quien se enamoró profundamente. Dice que él la orientó en muchas cosas y a la vez, compartió con ella sus trivialidades como: andar en moto, practicar kárate y tener ambición de vida. “No es la ambición por acumular cosas -aclara- sino por estudiar, por mejorar como persona y como ser humano”, dice.
El señor le lleva  23 años de diferencia, lo cual es bastante, dice Camila.  Con cierta resignación aclara: es un hombre simpático y le gusta el ejercicio. “Es ágil y tiene todo lo que un chico de mi edad no tenía como la experiencia de vida. En el aspecto sexual admito que le  enseñé mucho más de lo que él a mpi. Fue una relación simpática, interesante y educativa de hecho con él conocí mi primer motel”, afirma.
A la larga, la edad limitó demasiado al amante. Él se cansaba y no tenía ganas de hacer el amor. No eran compatibles pues para Camila, el sexo era trascendental en la relación. Ella le fue infiel tras conocer una página web para encuentros.  La gota que rebasó el vaso fue cuando él descubrió que Camila trabajaba como escort.
 Quedó la grande, dice con vehemencia. Así concluyeron cinco años de relación.
Al final, él lo aceptó y eso lo valoró mucho Camila. “En una entrevista que di en un canal chileno todo el mundo se enteró de lo que hacía, en lo que trabajaba y fue a conciencia; bueno, mi mamá ya sabía. A ella siempre le confié mis cosas, pero mis primas y mi familia más cercana en Buenos Aires no tenían ni idea. “Ahí supe realmente quiénes eran los que estaban conmigo y quiénes no; de hecho, el tatuaje que tengo en la pelvis, en el lado derecho, me lo hice en son de  remembranza a dicho momento, con el propósito que no se me olvide quiénes están en las buenas y en las malas conmigo. Este novio mayor estuvo siempre conmigo”, dice.

Amor porno
Después conoció al papá de su hijo, quien trabajaba en el club donde ella bailaba en ese momento. 
Se conocieron en el casting de una película porno que se iba filmar en Chile, que se llamaba: “La mina se comió a los 33”. Eso fue en diciembre de 2010. Me embaracé en febrero y marzo del 2011. Quedé fuera de la película.
Con el papá de su hijo fue una relación intensa, a tal punto que decidieron convivir. “Fue algo mágico, pero muy rápido.  No resultó por diferencias de pensamientos y de carácter”.
Se separaron. Camila quedó sola, embarazada y literalmente viviendo de casa en casa, como una gitana. Aprendió -dice- que lo que fácil llega, fácil se va.
Empezó a valorar la amistad sincera. Cambió en 180 grados. Aprendió a ser un poquito más desconfiada con los extraños y clientes. En ese lapso Camila dio a luz. “Yo miraba a mi pequeñito; miraba a las otras mamitas con sus padres,  con su familia y yo sola en el hospital. Miraba a mi hijo con lágrimas en mis ojos y le decía: vamos a salir adelante. Son cosas que no se olvidan porque yo puedo ser muy prostituta, muy perra, muy loquilla, pero tengo un lado humano y lamentablemente no lo olvido”.
Camila reconoce que tiene un carácter muy  fuerte. Se define orgullosa cuando la dañan, a tal punto, que le puso otro apellido  a su hijo. “El fue planificado por ambos pues estábamos conscientes de ser padres; cuando el padre de tu hijo te dice: ‘yo no lo siento como mi hijo’, para mí desde ese mismo instante ese hombre deja de existir en mi vida. En consecuencia lo liberé de todo, absolutamente de todo, lo que tenga que ver con mi hijo y le puse otro apellido”.
Dice que si el padre quiere algo con su hijo, se lo tiene qu  ganar no tan sólo de palabra, sino que por actos.
  Con el último novio duró 4 meses. Le presentó a su familia y a su  hijo, pero vio que nunca hubo onda. “Los interesados deben saber que la Barbie Morocha, además de venir con caño incluido, viene con un hijo y dos perritos. El interesado se tiene que ganar a mi hijo porque yo soy más madre qué mujer. Por eso sigo soltera pues el hombre sólo quiere pasarla bien pero yo, a esta altura, a mis 30 años, busco alguien como para envejecer juntos. Ya no estoy para vivir una vida de teeneger;  ya viví mucho eso para tener relaciones esporádicas, ademas mis clientes me pagan por eso, para cojer esporádicamente sin que signifique una relación”, afirma.

Dice que la única opción para seducirla es conocerla fuera de horario de trabajo.  En la calle ando piola, deportiva y sin maquillaje. Lo que menos quiero es que me jotean.             

El garzón de las estrellas

$
0
0



El que está allí, sí, ese es Andy García ¿El heredero del Padrino? El mismo. El garzón se acerca, sigiloso como gato ante una paloma. Andy; ese hombre le falta al garzón para terminar la serie de actores latinos. Es una noche tranquila en el restorán neoyorquino hasta que llega Andy, el mismo de Los Intocables. Petulante, es poco. El tipo se sienta con la pose de reyezuelo. Se coloca la servilleta en la falda. Cena lento frente a una chica rubia de escote en v. Nunca mira al garzón. Nunca mira a nadie; excepto a la chica que tiene al frente que parece aspirante actriz. En un momento Andy se para al baño y el garzón da dos pasos breves y le pide el favor. No le queda otra. La sonrisa es de alambre. Luego lo acusa. Esa fotografía le cuesta al de la humita una leve repasada del gerente.  
Andy es la excepción. Paul Newman aparece sonriente en la foto. Abraza al garzón. El perfil de Julio  Iglesias, en otra foto, legitima al garzón. El garzón ahora es un tipo importante, se codea con tiburones. El comediante Billy Cosby tiene la misma cara de la tele en los 80, incluso la misma chaleca y parece cansado.  Brian de Palma,  el mismo director de Scarcafe, bien abrigado, parece Chewbacca al lado del garzón.  El de la foto es Many no  Steven Baur; el cuñado de Scarface.
Este garzón porteño como puede leer, tenía el hobby de fotografiarse con celebridades estadounidenses.
Década del 70 y Nueva York es la ciudad eléctrica de Travis, el personaje de Robert de Niro, quien recorre la city en un taxi húmedo. Jorge Andrés Araya, 19 años, es un chico delgado, huesudo, chileno, mirada penetrante que no sabe ni puta idea de inglés. Como la mayoría conoce la gran manzana a través de las películas. Sin embargo ahora está en medio del barrio de Queen, con una maleta en la mano, esperando una oportunidad afuera de un restorán.
El hombre deja Valparaíso por un lío de faldas. Atrás, en el puerto, queda la amenaza de ese cornudo vecino del Cerro Alegre, que le prometió el infierno por encamarse con su mujer e hija, mientras andaba navegando. La madre llamó a un amigo en EE.UU y de esa manera, Andrés se hizo humo.
Cuarenta años más tarde, Andrés desde el segundo piso de su restorán del Cerro Alegre, llamado Norma’s, en honor a su madre y una hermana, observa la casa de aquel vecino y hace una mueca. Frente a él, hay un plato de ensalada, una copa de un vino reserva y el álbum fotográfico bajo sus dedos enrollados con anillos de oro y piedras preciosas. Don Jorge un pisco sour, dice un garzón joven, bien peinado y bien afeitado. Cuando el entrevistado desaparece por unos minutos, el garzón confiesa que es un gran escuela trabajar con el Don.
Un par de gringos viejos con guayaberas comen pescado y mariscos en otra mesa. Ese pedazo del Cerro Alegre no es el mismo de hace cuarenta años. Hoy es una mezcolanza de hostales, restoranes y tiendas de diseño que contrastan con el digno deterioro del puerto.
El álbum fotográfico es la razón de esta entrevista. Jorge Andrés lo abre.
La huella de los más de 40 años en Nueva York y Miami ya puede apreciarse en la escalera del restorán. Jorge, con varios kilos menos, al lado de “Mano” de Piedra Durán. Ambos aparecen sonrientes como si atrás cantara el mismísimo Héctor Lavoe. Que le gustaba la fiesta a ese hombre, dice Jorge ladeando el rostro. Después lo perdió todo, agrega. La edad dorada de los boxeadores, repite tocándose el pelo. Sergio atendió a Sugar Ray, Tommy Hearns y al loco de Macho Camacho (con un dedo en la sien ejecuta el clásico remolino de la locura).  Monstruos, afirma con entusiasmo. Mohamed Alí, de cutis lozano y ojos tristes, al lado de nuestro protagonista. Una joya. Alí son palabras mayores. Un día estar al lado de Alí es algo grandioso. Jorge Andrés mira al cielo como buscando un mapa imaginario la ciudad de Kinshasa.
-¿Foreman no fue? No imagino a Alí sin la pelea de Foreman.

-No. Fue Tyson.
Tyson, el rey de la Paella
Mike Tyson de cuello grueso como neumático de camión llegó acompañado de dos chicas, ambas morenas, bellas. Se sentó con la cara de pocos amigos y pidió champaña, de la más cara, de la francesa. Cristal sería, dice nuestro protagonista levantando un ceja. Hay otras champañas, más caras. Cristal entonces es como un término medio. Tyson, el verdadero pitbull del ring, ni lo mira. A estas alturas nadie mira a los garzones.  El púgil revisa la carta y elige paella. Paella doble, anota Jorge con calma, grabando cada detalle de la memorable escena. Tyson tiene hambre. Pide una tercera. Tyson tiene sed. Pide más champaña. Tyson sigue con hambre y sed.
Los 100 kilos de músculo y grasa se levantan. Es la oportunidad. Jorge se abalanza y le entrega la cámara fotográfica a una de las chicas. Click. En la foto: Tyson con sobretodo y nuestro garzón con treinta y tantos con el rostro alegre.




Era una cámara pequeño, tipo pocket; de esas que se pueden meter al bolsillo y desparecer.
Un día de finales de los años ’70, cuando ya estaba consolidado como garzón se le ocurrió llevar una cámara fotográfica al trabajo. Ya integraba el selecto grupo de garzones del Victor’s Café, un célebre restorán de comida cubana ubicado la quinta avenida. Por la cercanía de Broadway, era habitual que famosos pasaran a cenar ahí. Principalmente el local era frecuentado por el público latino, sin embargo llegaban también peces gordos del narcotráfico, colombianos, cubanos y panameños. No recuerda los rostros, pero a todos les gustaba el lujo y la champaña de 5 mil dólares; tipos despilfarradores. Recuerda que un día el FBI, cayó en el local por culpa de estos muchachones. Aparecieron en el diario.

De Niro
El camaleón Robert de Niro, aparece en las fotos con bigote, delgado, con el estilo de Travis, algo así como a principios de los 80, dice. No recuerda que comió.  Raquel Welsch, pedazo de mujer –afirma-, fue simpática, no tuvo problema de aparecer con él. Pedazo de mujer, repite olftateándose un anillo. Edward James Olmos, el Teniente Castillo de la serie Miami Vice, es como en la serie, un tipo enigmático, afirma mientras pasa de página. La mayoría no dejaba propina de manera directa. Pagaban los productores. La propina siempre era buena, tanto que nuestro garzón logró tener alrededor de tres autos, casa y una cuenta generosa.
Y sigue: Gloria Trevi, Don Francisco y Glorias Benavides, iban seguido y se sentaban en lo oscurito; Chayanne despunta en las fotos en el tiempo de fiesta en américa, los insípidos Locomía y  Omar Shariff, el mismísimo Doctor Zhivago, entre otros.
El joven garzón llena la copa de vino de Jorge Andrés, mientras éste contesta el teléfono. Ordena unos menús para unos trabajadores. Hoy, el hombre ocupa su tiempo en el  negocio familiar, el restorán y el minimarket (ubicado bajo el restorán). Dice que se vino para emprender, sin embargo reconoce que quiere descansar; deshacerse de los negocios. Muchos años de trabajo. Muchas rabias. Gol de Wanderers en el televisor. Uno de sus hermanos lo celebra. Él, en cambio, permanece inmóvil. El fútbol no lo motiva, a diferencia de la gastronomía.
 Reconoce que uno de sus hobbies es recorrer restoranes de la región. Nombra a un par. Le gusta disfrutar de la comida, el buen vino y la atención. La última vez que estuvo en EE.UU. reservó una mesa en un exclusivo restorán francés que exige traje para cenar. Se dio el gusto de la vida. Aclara que no quiere regresar a Estados Unidos, por ahora. Fueron muchos años. Hoy quiere descansar.

"Cobreloa de los 80 era como los Illapu jugando a la pelota"

$
0
0

La derrota de inmediato generó varios mitos. El primero es que los jugadores estaban negociando y en consecuencia, no salieron con todo en el primer tiempo. Otro: la presión del cotillón pues el camarín apareció adornado con símbolos triunfalista y eso pasa la cuenta.
Sin embargo ronda un tercer mito, quizás más complejo. Un jugador  en la oncena del recordado Vicente Cantatore, estaba con la caña. Así de simple: se había ido de farra dos días antes del partido.
El periodista y actual director de El Mercurio de Valparaíso, Carlos Vergara (1974), autor del libro “Soy de Cobreloa” (Lolita Editores, parte de la saga “Amor a la camiseta”), dice que Mario Soto, el rudo central que todavía recuerdan en Brasil por cachetear a Zico -hay una anécdota que aparece en el libro, donde hasta Pinochet, en la tribuna, se compadeció del trato al 10 brasileño-, le confirmó que en la previa del partido, uno de los futbolistas cometió un acto de indisciplina. Ese jugador se fue de juerga en Santiago, dos días antes de disputarse el match. Y es que los ánimos eran festivos. Todo el país ya había coronado, antes de tiempo, a este equipo de “hombres con rostro de guerrilleros”, afirma el escritor.
Cobreloa sería el primer campeón chileno de la Copa Libertadores de América. Y, lamentablemente, sucedió lo que siempre pasa. Al último segundo vino la frustración inmensa. La imagen es de Cantatore tocándose el rostro, con la mirada perdida. Los jugadores retirándose cabizbajos. En ese tiempo no se lloraba. El estadio y Chile decepcionados otra vez. “Después entendí que la derrota se lleva con orgullo, como una cicatriz de guerra”, afirma el autor.
La pelota entra al arco de Oscar Wirth   dando botecitos
y Fernando Morena, el verdugo, corre hacia un costado muerto de la risa a celebrar el gol. Años después Vergara le diría a Moreno que la había jodido la infancia. Y qué iba hacer, no meter el gol, le respondió el uruguayo.
Luego, los jugadores de Peñarol forman una pequeña pirámide humana en medio de los proyectiles. Un jugador aurinegro desiste en hacer la pirámide. Eso ocurrió una fecha que no vale la pena recordar, hace más de 30 años en el estadio nacional, en Santiago.  Carlos Vergara era un niño. Un niño que quedó marcado por ese gol maldito al igual que otros niños, pero del norte. La diferencia es que Carlos vivía en Santiago y ser de Cobreloa  en la capital, era comparable a que te gusten los perros verdes. Era raro ser de un equipo que representaba a una perdida ciudad del desierto; un equipo de provincia con la mayoría de sus jugadores de provincia, de origen minero, excepto los uruguayos Siviero y Olivera. Un equipo al que no le transmitían los partidos en la radio y así el niño Vergara debía conformarse con esperar las alarmas de gol por la radio.
Era como si los Illapu, estuvieran jugando a la pelota, afirma. Tipos altos, de bigotes al estilo macho mexicano, algunos melenudos, con las medias abajo y que a veces, como sucedió con Flamengo –un año antes de Peñarol- ganaban los partidos más por choros que por jugar.
El combo de Juan Hippie Jiménez al brasileño Anselmo del Flamengo, en la final de la Copa Libertadores de 1981, todavía lo disfruta Vergara.
Anselmo entró con la única misión de golpear a Mario Soto, y cobrarse venganza del carnicero chileno, dice con entusiasmo Vergara. Le pegó a Soto y salió corriendo, hasta que lo agarró Jiménez y lo vengó por todos y para siempre.

Boliviano vergara
A Vergara varias veces lo trataron de boliviano. A fin de cuentas, ser de Cobreloa en la capital te condenaba a cierta soledad, al desierto. Con el tiempo y para compartir la pasión, Vergara  evangelizó a un par de amigos. No estaba solo; ahora eran tres naranjas en medio de indios y chunchos. Los indios siempre fueron los más soberbios pues en la época peleaban palmo a palmo con Cobreloa. Recordar a Colo Colo en los 80, es recordar partidos sospechosos. Así y todo, Vergara hizo amigos colocolinos y acompañó a uno de estos, a la final de la Copa Libertadores de América del 91, donde por fin vio levantar la famosa copa.
Cuenta que la pasión por Cobreloa se la traspasó un amigo de su hermano. De inmediato sintonizó. Cobreloa era un equipo nuevo, cuyo uniforme, naranja, lucía como “la naranja mecánica”, el gran equipo de Holanda de los años 70. Eso era un punto a favor. Otro detalle que hacía diferente a los nortinos, era la camiseta rayada, de rugbista, del arquero Oscar Wirth, a quien Vergara reconoce como uno de sus  ídolos, a pesar que el sobrio arquero luego se fuera a jugar por la U.  “Wirth optó por esa tricota tras el consejo de un psicólogo. Fue quizás el primer futbolista en asesorarse con un psicólogo, un adelantado para la época, se supone que lo rayado mareaba a los rivales”, dice.

el gran equipo
En el equipo naranja de todos los tiempos, a juicio de Vergara, caben: Merello, Mocho Gómez, Soto, Jiménez, Trobbiani, Sergio Díaz, Tabilo, Alarcón, Covarrubias (el rey de los goles de remate cruzado), Figueroa, Osbén, Edgardo Fuentes, Cornejo, Siviero, Luis Fuentes, Letelier, Chifli Rojas, Nene Gómez, Pato Galaz y Verón, entre otros.
-¿Y Alexis Sánchez?
Responde que a cualquier hincha de Cobreloa le gustaría insertarlo en el equipo, pero el paso de Sánchez fue demasiado breve aunque deslumbrante.
Sin embargo, dice, queda la grata sensación de orgullo después del partido contra España, en el último mundial, de ver a Charles Aránguiz anotar un gol y a Alexis Sánchez, jugar con la convicción que lo hace. Dos jugadores formados en Cobreloa.
Y Calama es una ciudad compleja para los jugadores. En su libro, Vergara, le dedica un capítulo a las shopperías, y a futbolistas que sucumbieron a la tentación de la noche.  Otros que no quisieron llegar a la ciudad, como Claudio Borghi, quien desistió por la lejanía de Calama y los viajes en avión que debía desarrollar.
La primera vez que Carlos Vergara, estuvo en la tierra de sol y cobre, fue cuando acompañó a su padre, médico, a Chuquicamata al desaparecido hospital Roy H. Glover. Viajó en un Ladeco. Se impresionó con la sequedad, el desierto y el clima. “Era una ciudad donde había que hidratarse a cada rato. Después entendí la relación de Calama con la cerveza”, dice. Años más tarde regresó como periodista y entre otros partidos, le tocó cubrir el de Copa Libertadores, entre Cobrela y Boca Juniors.
Recuerda que una vez, tras un partido con Boca, cuando iba de regresó a un céntrico hotel, se les sumó al grupo de periodistas el Pato Galaz. “Se quejaba porque no le hizo el gol a Boca, en una jugada donde quedó solo. La presencia de Galaz caminando a su casa y no en auto, hace entender a cualquiera lo cerca que están las cosas en Calama, es una comunidad pequeña”, afirma.
Cantatore es definitivamente el DT de todos los tiempos, dice Vergara convencido. “Él jugaba como Bielsa, en los años 80. Cobreloa tenía una dinámica moderna con laterales que iban siempre adelante y luego defendían. Por eso ese equipo llegó tan alto”, afirma.            

El estadístico (relato que pertenece a una serie de cuentos sobre Valpo, denominados "La Piedra Feliz")

$
0
0

En el comienzo de una estrecha escalera donde el sol no parece haberse colado en meses, un señor que representa una edad posterior a 40 años, se acerca de improviso. Le digo que no tengo dinero. Le dice a mi espalda que está perdido, que lo ayude. Su tono de voz no es lastimero y eso me hace confiar. Me detengo. Da un par de pasos y se me pone al frente, nervioso. Me pide por favor que lo escuche. Lleva un bolso de un modelo antiguo, rectangular, de cuero sintético color café. Por favor, insiste en tono de súplica como si estuviera frente a un juez. Se presenta. Su apellido es Godoy, como el de un amigo. Pronuncia lento como entorpecido por el efecto de algún tranquilizante. Es grueso de rostro y tiene unas pequeñas protuberancias blancuzcas en las mejillas y la nariz; detalles capaces de sonsacar alguna seña de asco, en algún rostro sensible. Parpadea. Sus ojos son grandes y claros, de ese color verdoso de los potos de botella. Su mirada me transmite la ingenuidad de un personaje infantil robusto, algo así como el oso Yoggi. Su pelo es negro y permanece bien pegoteado hacia atrás por efecto de alguna gomina. No sobrepasa el metro 70 –tenemos la misma estatura-. Usa ropa ancha, tipo oficinista. Es domingo y sólo los evangélicos visten formales. La diferencia es que él no lleva corbata. Lo miro a los ojos. En otro momento lo mando a la mierda. No sabe cómo empezar. Se lleva una mano al pelo. Su parpadeo tiende a regularse a medida que gana confianza. En ese momento, cuando ya he decidido escucharlo, se me repite esa sensación de vacío.  Saco unas monedas y se las entrego para escapar.
Me dice que acepta el dinero, si lo escucho.
-Paciencia, son unos minutos- me pide al ver mi rostro desencajado.
Regreso.
Busco un lugar que no huela a meado. Nos sentamos. La única panorámica que tenemos es un trozo de calle encapsulado por antiguos edificios de concreto donde, de vez en cuando, pasa alguien. Son las 10 de la mañana y la ciudad permanece nublada, con algodones de neblina sobre las casas decadentes que abotonan los cerros y que profundizan el cuadro de tristeza.
Le ofrezco un chicle. Me rechaza y dice que no masca chicle pues le duele la mandíbula. Se toca un costado de la cara. Me quiere decir algo, pero luego desiste. Dos veces se pasa la mano por la cabeza de delante hacia atrás.
Le pido calma y que me diga dónde vive con el propósito de dejarlo en su casa. Por alguna razón que no alcanzo a discernir, deseo verlo encerrado. Preso en un manicomio. Que desaparezca y no moleste. Que no me interfiera.
Reculo. Puedo salvar a Godoy.
Me dice, lento, que lo conduzca al estadio, a la puerta, pues allí lo conocen y que le permiten entrar gratis. No tiene claro a qué hora juega su club, pero remarca gesticulando como si le hablara a títeres en las manos que debe escribir la estadística del partido y eso es algo serio, según el tono de su voz.
Su actitud pasiva de hipopótamo cansado no coincide con el pestañeo enfermizo que acompaña su parlamento. Dice que olvidó el lugar donde está el estadio y eso terrible, remarca mirándose la palma de la mano como si en el centro de ésta hubiera un ojo que lo observara. Dice que no recuerda nada. Extrae un cuaderno desde su bolso. Me lo extiende. Lo recojo de mala gana y no le doy el gusto de abrirlo.
Ábralo, insiste. Pienso qué adentro está la dirección del manicomio o algún teléfono; por último un mapa.
Lo abro de mala gana. Veo diagramas y nombres de clubes de fútbol. Ninguna referencia a su dirección.
Me explica, esta vez sin pestañear, que desde tal año, escribe en cuadernos todas las estadísticas de los partidos de su club, Wanderers, cuando éste juega de local y que a veces, cuando puede, viaja a otras ciudades del país a seguir a su club. Una vez viajó a Argentina con la barra, cuenta con el entusiasmo de ser la experiencia más grande en su vida. Wanderers jugó en Buenos Aires, contra Boca Juniors, por la Copa Libertadores. Año 2002. Dice la alineación: Alex Varas; Víctor Cancino, Manuel Valencia, Héctor Robles, Cristián Gálvez; Rodrigo Barra, Arturo Sanhueza, Jorge Ormeño, Jaime Riveros; Silvio Fernández y Joel Soto. Se emociona. Repite los nombres como intentando conmoverme. Mueve la cabeza. Fue magnífico a pesar de la derrota, afirma inmóvil.
Imagino torres de papeles apilados y en el medio un colchón. El estadístico sobre el colchón y arriba, en una hoja de cuaderno, adherida con un clavo a la pared, están escritas las formaciones de Wanderers desde 1980 a la fecha, los goles, los cambios, las tarjetas, los nombres de los árbitros, el púbico, la recaudación y  la cantidad de hinchas.
Por un rato Godoy me resulta una terapia. Él me salva.
Me muestra un doblado carné de socio; luego otra doblado carné de periodista y un tercer viejo carné de la asociación de fútbol profesional.
-¿Trabajas en un diario?- le pregunto con entusiasmo.
Mueve la cabeza. Duda. Dice: -En estos momentos tomé licencia. Seguro, digo para mí, pues no puede andar trabajando. Está loco.
No me deja decir te creo. Se mete la mano al bolsillo. Saca su billetera. La abre. Extrae un papel. Me muestra lo que debe ser la licencia y al ver mi desinterés, el papel vuelve al bolsillo. Una gringa joven, de lentes, vestido veraniego y no muy alta, pasa a un costado de nosotros hacia ese punto de la escalera varios metros más arriba que de solo mirarlo duelen las pantorrillas. Demás está decir que la gringa ni siquiera nos mira. Dos  hombres marchitos sentados en un escalón, no es algo para contemplar ni menos indagar. Cualquier insignificante acto de comunicación la asustaría.  Sí, parecemos dos hipopótamos hablando de fútbol.
-El fútbol no es la vida- pontifico mirando un rayado ilegible en la muralla. Antes que me responda, pienso que me apresuré en el juicio, es como asesinarlo de una vez.
Silencio.
-¿Su familia debe estar preocupada por usted?
Mira al suelo.
- ¿Mi madre? -contesta con rostro de duda-. Ella sabe que los domingos voy al estadio, pero desconoce mi nuevo problema a la memoria.  Sonríe.
Cierro mis oídos por un rato para contemplar en el rectángulo donde termina la escalera, el paso lento de un trío de chicos barras bravas con chaquetas verdes, de Wanderers.
 Le digo que es momento de caminar.
-¿A dónde? Pregunta levantando las manos.
-Te llevo al estadio- le digo.
-¿Tiene dinero?- dice al fin.

Playa Paraíso: Caribe hot en antofagasta

$
0
0

A la mujer de quitasol marrón le molesta la música a todo volumen que emite una radio. La mujer, toda exasperada, se para y previo rosario le dice a su vecina que baje el volumen. Es mediodía en la playa Paraíso y sólo hay sombra bajo los quitasoles. La vecina, una morena algo gruesa, le baja de mala gana a la radio pero queda mascando palabras. Cuando la mujer voltea; la morena dice rápido como metralleta, pero en voz alta, que por ella se murieran todos los chilenos tal por cuales. La chilena se voltea y responde con palabrotas contra la colombiana. Queda la embarrada. Manotazos al aire espeso. Hasta que un par de morenos musculosos, colombianos, intentan separar al lote. Piden tranquilidad. A nadie le conviene que llegue el molesto radiopatrullas.
La arena está minada por latas de cervezas y restos de cáscara de melones. Hay moscas.
Las tardes de domingo en la Playa Paraíso a ratos son inquietantes. Cada centímetro de arena tiene su dueño; a veces chilenos y otras veces, colombianos. La playa artificial está en el medio de Antofagasta y acoge al grueso de los nuevos inmigrantes. Los colombianos bajan de los sectores altos del centro. Es un playa tipo anfiteatro; los fines de semana el agua está más turbia que de costumbre por la basura. No siempre se termina en riñas. Por el contrario, la mayoría de las veces los varones chilenos piropean a las colombianas, algunas morenas, sexys y coquetas, como Jenny y María. Las chilenas en la mayoría de los casos observan con indiferencia y hasta con arrogancia. Les incomoda que sus maridos o parejas distraigan la vista.
María y Jenny
María tiene 27 años es de Cali, Colombia, y  mientras parpadea con la rapidez de un aleteo de abejas, dice que la pasa bien en Chile. Ríe. Se para. María es voluptuosa, demasiado para la normalidad. Atrapa miradas. Su cola pesa. Dice que sus medidas andan por los 90, 70 y 110. Camina hacia el mar como si pisara huevos. Le gusta llamar la atención. Se lanza al mar suavemente, ante las sonrisas de unos chilenos con barriga cervecera que luego aplauden.
Seguro que su actitud molesta a alguna de las chilenas que observan la escena.
María ladea la cabeza y se estruja un mechón de pelo con las dos manos. Responde que no le interesa la opinión del resto y agrega, abriendo los ojos y con tono de una candidata en campaña, que los chilenos más se preocupan de la opinión del resto que de ellos, y al final la pasan mal.
-No generalice señorita, hay de todo en la casa del señor.
María pega la pera en el pecho y mirando con un ojo más abierto que el otro, dice que le gusta el país pues vive alrededor de siete años en éste y que se siente chilena y colombiana, a la vez. La mujer se explaya en sus novios chilenos y después en los lugares donde le gusta ir a bailar dentro de la bohemia caribeña en Antofagasta. Se echa agüita en el pecho y se zambulle al mar.
Jenny, morena de Cali, desde la playa observa a su amiga como juguetea en el agua. Jenny parece más introvertida en comparación con su amiga aunque habla con su cuerpo. Su cola sobrepasa con creces los 110 de María. Viene con flotador incluido señorita, le digo para quebrar confianzas. Hace un pequeño gesto de compresión del chiste. No habla sin que le pregunten aunque le gustan los halagos a su cuerpo.
-¿Usa hilo dental también?
-En ciertas ocasiones- afirma la morena.
Luego alaba la tranquilidad del país. No tiene ganas de regresar a Cali; para ella esto es algo parecido al Caribe.
-¿Cómo… al caribe?
-Esto es playa por lo menos.
-¿Pero en el caribe imagino que el agua es color calipso?
Jenny se queda en silencio.
Caribe chileno
Jenny y María nunca fueron al caribe colombiano. Alguna vez se bañaron en los alrededores de Buenaventura; donde la vegetación llega casi hasta la arena, asunto que Jenny llama: playas verdes. Son distintas las playas de allá, dice; demasiado. La temperatura es diferente; el verano es más caliente al igual que el agua. En Colombia, afirman, los perros no van a la playa. Jenny acariciándose la pera, afirma que aquí se trasladan las costumbres de la casa a la playa; a veces las malas costumbres como ensuciar.
-¿Pero a ustedes se les critica por bulliciosos y medios exhibicionistas?
-Pero es que venimos del caribe; allá es distinto, somos más alegres. Afirma Jenny.
-¿Distinto qué…?
-Tenemos más sabor (la mujer parpadea). No podemos dejar de ser nosotros.
Acusan que los chilenos necesitan de la cerveza para ponerse más alegres. La evidencia les da la razón. Al costado de Playa Paraíso está un supermercado Líder. El peregrinaje es constante hacia el centro comercial. Le digo que a la mayoría de los chilenos nos gusta ir, si es posible a la playa con un Coleman atiborrado de chelas y también a comer.
-¿Señora (le pregunto a un chilena) qué la parece el concepto de playa multicultural?
La señora voltea el rostro.
Playa Paraíso que no tiene nada de paraíso, a eso de las 18 horas de un domingo de verano hierve. Hay un choque de culturas; un choque deformas de vivir el verano

El estadístico (un relato de la Piedra Feliz)

$
0
0



Al inicio de unaestrecha escalera porteña donde el sol no parece haberse colado en meses, un señor que representa una edad posterior a  los 40 años, se acerca de improviso y me murmulla algo que no alcanzo a entender. Con un gesto le aclaro que no cuento con dinero. Voy rápido hacia algún lado. Le dice a mi espalda que está perdido, que lo ayude. Su tono de voz no es tan lastimero y eso me hace dudar. Me detengo. Da un par de pasos y se me pone al frente, nervioso. Me pide por favor que lo escuche. Lleva un bolso de un modelo antiguo, rectangular, color café y que parece cargado. Por favor, insiste en tono de súplica como si estuviera frente a un juez. Se presenta. Su apellido es Godoy, como el de un amigo y eso lo hace familiar. Pronuncia lento como entorpecido por algún medicamento. Es grueso de rostro y tiene unas pequeñas protuberancias blancuzcas en las mejillas y la nariz; detalles capaces de sonsacar alguna seña de asco en algún rostro sensible a la grasa. Parpadea. Sus ojos son grandes y de ese color verdoso de los potos de botella. Su mirada me transmite la ingenuidad de un personaje infantil robusto, algo así como el oso Yoggi. Deduzco que es un ser inofensivo. Su pelo es negro y permanece bien pegoteado hacia atrás por efecto de alguna gomina. No sobrepasa el metro 70 –tenemos la misma estatura-. Usa ropa ancha, tipo oficinista. Es domingo y sólo los evangélicos visten formales. La diferencia es que él no lleva corbata. En otro momento lo mando a la mierda, pero sus detallesme convencen de escucharlo. No sabe cómo empezar. Se lleva una mano al pelo. Su parpadeo tiende a regularse a medida que gana confianza. En ese momento, cuando ya he decidido escucharlo, se me repite esa sensación de vacío.  Saco unas monedas y se las entrego para escapar.
Me dice que acepta el dinero, si lo escucho.
-Paciencia, son unos minutos- me pide al ver mi rostro desencajado.
Regreso.
Busco un lugar que no huela a meado en la escalera. Nos sentamos. La única panorámica que tenemos es un trozo de calle y detrás, la fachada de un antiguo edificio de concreto. De vez en cuando pasa alguien por la vereda. Son pasadas las 10 de la mañana y la ciudad permanece nublada, con algodones de neblina sobre esas casas decadentes que abotonan los cerros profundizando el cuadro general de tristeza. Lo mejor sería caminar, abrigarse caminando por el plano o abrigarse subiendo y bajando escaleras hasta el cansancio y luego quedarse quieto en el borde de un mirador como el paseo 21 de mayo y en ese punto, cuando aparezcan las alas, desprenderse.
La otra posibilidad sería emborracharse hasta llegar a hablar con los perros.
Le ofrezco un chicle. Me rechaza y dice que no masca chicle pues le duele la mandíbula. Se toca un costado de la cara. Me quiere decir algo, pero luego desiste. Dos veces se pasa la mano de delante hacia atrás por la cabeza. Ese gesto me hace recordar a Marlon Brando como el coronel Kutz de la película Apocalipsis Now.
Le pido calma y que me diga dónde vive con el propósito de dejarlo en su casa. Por alguna razón que no alcanzo a discernir, deseo verlo encerrado. Preso en un manicomio. Que desaparezca y no moleste.
Reculo. Puedo salvar a Godoy.
Me dice, lento, que lo conduzca al estadio, a la puerta, pues allí lo conocen y que le permiten entrar gratis y después verán cómo regresarlo a su casa. No tiene claro a qué hora juega su club, pero remarca gesticulando como si le hablara a títeres en las manos que debe escribir la estadística del partido y eso es algo serio, según el tono de su voz y la firmeza de la mirada.
Su actitud pasiva de hipopótamo cansado no coincide con el pestañeo enfermizo que acompaña su parlamento. Dice que se le extravió el estadio y eso terrible, remarca mirándose la palma de la mano como si en el centro de ésta hubiera un ojo que lo observara. Dice que no recuerda nada y culpa a la estadística. Extrae un cuaderno desde su bolso. Me lo extiende. Lo recojo de mala gana y no le doy el gusto de abrirlo.

Ábralo, insiste. Pienso qué adentro está la dirección o algún teléfono; por último un mapa.
Lo abro de mala gana.
Veo diagramas y nombres de clubes de fútbol. Recortes pegados en las hojas. Todo parece en orden, en un orden casi obsesivo.

Me explica, esta vez sin pestañear, que desde tal año, escribe en cuadernos todas las estadísticas de los partidos de su club, Everton, cuando éste juega de local y que a veces, cuando puede, viaja a otras ciudades del país a seguirlo. En una ocasión partió a Argentina con la barra, cuenta con el entusiasmo de ser la experiencia más grande en su vida. Everton jugóen Buenos Aires, contra Lanús, por la Copa Libertadores. Se emociona cuando dice que Everton ganó a Lanús en Buenos Aires; fue el primer equipo chileno de fútbol en ganar en Argentina, repite como intentando conmoverme. Mueve la cabeza. Fue magnífico, afirma inmóvil.
Imagino torres de papeles apilados y en el medio, un colchón. El estadístico sobre el colchón y arriba, en una hoja de cuaderno adherida con un clavo a la pared están escritas las formaciones de los equipos, los goles, los cambios, los minutos que estuvieron en cancha, uno porcentajes que no entiendo, las tarjetas, los nombres de los árbitros, el púbico, la recaudación y  la cantidad de hinchas de cada equipo.
Por un rato Godoy me resulta una terapia.
Me muestra un doblado carné de socio; luego otra doblado carné de periodista y un tercer viejo carné de la asociación de fútbol profesional.
-¿Trabajas en un diario?- le pregunto.
Mueve la cabeza. Duda. Dice: -En estos momentos tomé licencia. Seguro, digo para mí, pues no puede andar trabajando.
No me deja decir te creo. Se mete la mano al bolsillo. Saca su billetera. La abre. Extrae un papel. Me muestra lo que debe ser la licencia y al ver mi desinterés, el papel vuelve al bolsillo. No sé que debe ser peor si contar el drama o martirizarse. Una gringa joven, de lentes, vestido y no muy alta, pasa con un cachorro de quiltro entre sus brazos a un costado de nosotros hacia ese punto de la escalera varios metros más arriba que de solo mirarlo duelen las pantorrillas. Demás está decir que la gringa ni siquiera nos mira. Dos  hombres marchitos, duplicados, sentados en un escalón, no es algo para contemplar ni menos indagar. Cualquier insignificante acto de comunicación la asustaría.
Sí, parecemos dos hipopótamos humanos.
-El fútbol no es la vida- pontifico mirando un rayado ilegible en la muralla. Antes que me responda, pienso que me apresuré en el juicio, es como asesinarlo de una vez.
-¿Su familia debe estar preocupada por usted, señor usted está enfermo? Le digo con tono cariñoso.
Mira al suelo.
-Mi madre –contesta con rostro de duda-. Ella sabe que los domingos voy al estadio, pero desconoce mi nuevo problema de la memoria. Sonríe. Luego haciendo una mueca teatral me dice que las estadísticas son de éste año, de la gran campaña de Everton. De repente pienso como él, logro ubicar a mi equipo, proyecto aquella final de la Copa Sudamericana, en el Estadio Nacional... pero no, ya no;  me dejó de motivar el fútbol. Me cuestiono se podría mantener mi cabeza ocupada en la estadística de algo para dejar de pensar en la muerte.
Lo miro a los ojos y cierro mis oídos para contemplar en el punto donde termina la escalera, tres chicos vestidos con los colores de Everton.
-Vamos-le digo de repente cortando su recital de Everton. 
-¿A dónde? Pregunta levantando las manos.
-Te llevo al estadio- le digo con alivio.
-¿Tiene dinero?- dice al fin.

Gente Maruchan (relato de La Piedra Feliz)

$
0
0
Dejo pasar un par micros cuyos  destinos escritos en colores flúor no me convencen y opto por una que va hacia el interior, simplemente por escapar del sol. El clima no estuvo dentro de mis prioridades cuando hace un par de semanas partí. Pensé en días nublados, fríos, como para permanecer un tiempo congelado.   
Subo.
El conductor es calvo, tiene un bigote cuidado, ondulado en las puntas,  de prócer y responde de mala gana si alguien le pide que se apresure.  Tiene una edad indescifrable, superior a los 40 años. Lo veo en el reflejo del vidrio y me comparo. Él tiene un destino; a mí me da lo mismo bajarme en cualquier lado y perderme. Un anciano debió morderse los garabatos. El conductor con asumida negligencia esperó que pasaran tres luces verdes; algo así como 5 minutos de detención, que desesperaron al anciano ¿Hacia va tan rápido un anciano? Pensé en la muerte, pero luego despabilé, el anciano tenía más claro su destino que todos nosotros. El conductor es un dictador nato. Manda en su metro cuadrado, en su máquina, en su tanque. Cuando no está conduciendo debe ser uno más de la masa sometida a las deudas, como yo y todos los que vamos respirando aquí dentro. Lo imagino subiendo doblegado a otro micro. Se ubica. Se pone a disposición del chofer y espera.   
Es mi trabajo, le respondió con fuerza el prócer al anciano. El anciano no tuvo consenso entre los pasajeros y estos éramos: yo y un grupo de adolescentes, estudiantes, que conversaban. Adhiero al conductor por pereza y porque no quiero alterarme por una discusión sin sentido. Si me vine para acá, es porque no quiero tener problemas con nadie.  
El anciano que llevaba una bolsa llena de sopas Maruchan hizo un movimiento nervioso con su pierna, movió la cabeza y lanzó un garabato silencioso. No tenía otra opción.  Cuando se sube a éstas micros, se acepta de inmediato la tiranía. Relacioné la espera del conductor en el semáforo con una deuda; una deuda que le atormenta y una deuda que en cada circuito de una hora y media apresura su envejecimiento. Por cada circuito le aparecen arrugas, canas y verrugas en el intestino.

Entre más circuitos que haga  y  más pasajeros que lleve, más dinero tendrá y en consecuencia sólo querrá aumentar las horas del día. A veces, en el terminal, el conductor se tomará una sopa Maruchan que lo revivirá y le abrigará las tripas para continuar circulando.
La sopa Maruchan es la droga.
Entonces para el chofer, el viejo es una pata de jaiba; algo que se sube y baja o un mueble, una cosa. Al final todos los pasajeros nos amalgamamos en una masa deforme de carne después de cancelar el pasaje.
En una delas extensas esperas frente a un semáforo me deslumbra el mohicano amarillo de un chico punk y su polola. Ella con rostro deslavado, de despertada de mediodía, sonriente, va abrigada en un paletó oscuro. Ambos cruzan lentamente sobre el paso de cebra; parecen felices como si hubieran hecho el amor toda la noche y ahora él le deja a ella en su casa después de fumarse un caño de marihuana como desayuno. Lindos. Recorto la escena y la ubico en medio de la ciudad de donde provengo y de inmediato siento el rechazo hacia el chico.
Yo también fui punk, pero me sacaron la cresta.
Puede proyectar a los orcos de la ciudad de dónde provengo.
Llevo dos semanas aquí y cuando no tengo nada que hacer parto a leer la ciudad a través de la ventana de una micro. No me interesa ir rápido o despacio. No importa la velocidad cuando asumes que nadie te espera al otro lado. Eres libre de bajarte dónde quieras hasta que sientes un frío en el estómago que te dices que debes regresar al punto de partida, al congelador.
El chofer se detiene.
La mujer es de ojos pequeños, piel del rostro apretada como cartón y su cabello está desparramado, sucio. Viste una desteñida chaqueta de polar que tiene adheridos restos de pasto seco. No durmió bien y quizás no se alimenta bien. Tiene la boca apretada. Su rostro me retrotrae al de un pariente quien nunca se pudo recuperar de la muerte de su hijo. Antes de pagar su pasaje, mira con desgano al interior del bus. Luego le entrega las monedas al conductor, voltea el rostro y se sienta justo detrás del chofer, en el sol.
Ahora somos seis en la micro. Todos en la sombra, menos la mujer que calienta su cuerpo como una reptil.
Los chicos hablan de uñas encarnadas. 
Serpenteamos por la costanera rumbo a Reñaca. El conductor enciende un cigarro mientras conduce. Toma el volante con una mano. La otra mano la tiene afuera con el cigarrillo en los dedos. Sabe que nadie le dirá nada porque fuma; si alguien de los presente lo hace, detendrá la micro, sacará el palo que tiene al costado y le dará en la cabeza. Afuera, un trío de bellos y bronceados trota.   
Espero que suceda algo extraordinario para acabar el cuento, en definitiva por eso justifico el costo del pasaje. Imagino a los chicos abrazando a la mujer triste; quizás algo menor: los chicos compadeciéndose de la mujer, buscando una manera de ayudarla, pero los chicos siguen hablando de uñas encarnadas.
Y yo.
Yo también podría abrazar a la mujer.
Afuera un hombre medio borracho vomita a un costado de la costanera, mientras una mujer lo espera. El rostro de la mujer me parece duro. Es la misma mirada de la mujer que va detrás del chofer. No hay ternura; no hay sueños. Ese momento es neutro para ambas.  La mujer de afuera descansará cuando el borracho se duerma. La mujer despertará cuando se le acabe la borrachera a su pareja, recién ahí comenzará su domingo.
De pronto el trío de bellos se cruza con la pareja decadente y se produce un exquisito contraste. El chofer frena de manera abrupta, lanza un garabato a un ciclista y aumenta la velocidad. Luego enciende un cigarro.
El viejo tose. El viejo va a Reñaca a mirar culos encintados.
Pienso en la pareja decadente. No me explico qué une a la mujer con el borracho. Una amenaza puede sustentar todo a esas alturas.
El chofer está amenazada por las deudas; la mujer que va detrás, amenazada por algo invisibles; le viejo por alguna enfermedad; los chicos por alguna infección en las uñas encarnadas y yo por algo que no quiero reconocer.
Sopas Maruchan.  Repite el anciano que ahora se pasea por la micro. Compro sopas. Su mano es áspera y los dedos son pequeños.
Vierte las monedas en su bolsillo.    
Los chicos siguen hablando de sus uñas encarnadas.
Me paro, camino hacia la puerta, miro a la mujer y le entrego la sopa.

La mujer me mira y  baja conmigo en Reñaca con la mano llena de afecto.

José, el memorioso

$
0
0

Hay torres de papeles apilados y un colchón. Sobre el colchón de José Palma, 54 años, surge una hoja de cuaderno incrustada en un clavo. En la hoja se lee que a las 12 horas se inaugura una exposición en la biblioteca regional.  José sabe que a pesar que sea un lunes, será un día importante y en consecuencia estira con sus manos sus pantalones grises y después hace lo mismo con su camisa. José  abre la puerta de calamina de latón de su casa y baja, impecable, hacia el centro de la ciudad a cumplir con el ritual.
José Palma llega a las 10 horas a la biblioteca. Busca un diario y revisa la agenda cultural de hoy y de mañana. Anota. Luego el reportero se sienta frente a un computador y abre un cuaderno. Anota. El otro cuaderno lo mantiene a un costado de la silla.
La energía de José en ese momento está enfocada a recopilar datos de flamenco. José quiere aprender de Paco de Lucía, quien falleció hace un par de días. Transcribe de la pantalla al papel. Ignora cuántas libretas o cuadernos ha escrito. El cuaderno donde compone está destinado a la danza; incluso mantiene dibujados y coloreados los mapas de países y sus respectivas danzas.
El otro cuaderno es para las exposiciones de fotografía.  José dice que empezó con el reporteo hace 12 años, cuando dejó de trabajar de guardia de seguridad en la tienda Edus. Cuesta imaginarlo de guardia. Antes fue contador. Luego de reportear busca otras fuentes para nutrirse en el tema. Ahora está obsesionado con el flamenco. Podría pasar todo el día vertido en el flamenco. Podría pasar todo el día leyendo, sin siquiera alimentarse.
Anotar todo podría parecer simple, pero no lo es. Lo de José Palma parece el mundo de Funes el Memorioso, personaje de un cuento de Jorge Luis Borges.
El hombre a ratos habla con precisión de enciclopedia. Dice frases como que si un hombre no lee, no es nadie. Cada tanto, ríe. Si usted no lo conoce su risa puede desconcertarlo. Es una risa nerviosa. Ante la historia del flamenco dice que hay que saber para opinar. Dice que no cree que sus cuadernos despierten tanto interés. Luego ríe.
La cultura blinda a José hasta que llega la noche, aparece la oscuridad y el frío.
José de ojos vivaces y rostro algo estrujado por las caminatas bajo el sol, reconoce la custodia de doce años de actividad cultural. Todo en papel. En su habitación conviven diarios, cuadernos y bolsas institucionales. Sobre el colchón no hay sábanas ni menos frazadas. “Comparto con las arañas, como decirles que no”, dice con un hilito de voz que suena brutal.
La manía por la cultura lo hizo ganarse el cariño de artistas y gestores. A veces no llega ningún periodista a las actividades. Sólo está él anotando.
José sabe de flamenco, fotografía, literatura regional, folclor nortino, pintura, teatro, contabilidad. Le cuesta dormir. Dormir es distraerse de su mundo.
 José se ganó el respeto. Tiene entrada gratuita a algunos recintos.
Dice convencido que los antofagastinos debemos valorar la cultura local y después que venga lo nacional. Para el último festival de Antofagasta se acostó de madrugada después de anotar los show de artistas nacionales e internacionales. Reconoce que prefiere que lo asalten con un cuaderno con la actuación de un artista local.
 Suelta una carcajada cuando se imagina como un periodista de diario. “¿Mi nombre escrito como autor de una nota de una página del diario?”, repite. Vuelve a reír. Mira el diario y hace un no con la mano, como evidenciando un respeto religioso a la gaceta.
Los tótems  de papel que rodean su colchón se siguen elevando y pronto tocarán las calaminas. Quizás se vengan abajo y los papeles se esparzan por toda la habitación. Imposible que por privilegiar su bienestar José se deshaga de los  papeles pues son su compromiso de vida con la cultura, su religión.
El feto de José Palma compartía el vientre materno con otros dos. Él era el más fornido y por eso sobrevivió. No guarda recuerdos de su infancia, dice. Para seguirle la pista hay que saltarse al liceo comercial, donde estudió contabilidad. Egresó de quinto año. José es contador.
El amor no es tema, afirma mientras se toma con dos manos el rostro y ríe. Se le pasó el tiempo. José se reconoce virgen.
Puede decirse que hoy el hombre es un solitario y lúcido espectador del mundo. Anota. No parará de anotar. Dice que un hombre de cultura tiene  que ver e ir a todo. Ríe. Eso lo motiva: ir y ver todo. Explica que es una necesidad interna, profunda. Ríe.
Dice que sus padres fallecieron y que le dejaron la casa, más bien el terreno. En realidad son dos habitaciones de material ligero, un baño y un lavadero. No hay cocina. José arrienda una de las habitaciones y con ese dinero vive. El cuarto de José mantiene la puerta en malas condiciones; no cierra. “Paso frío como todo mortal”. La risa es automática. Le digo que Funes el memorioso, murió de una congestión pulmonar.
Los alrededores del lavadero están llenos de diarios; lo mismo el baño.  Hay bastante espacio por construir en la vivienda; quizás a ese terreno rodeado de calamina de latón de la calle Las Brisas, en la población Villa Esmeralda, pronto vaya a dar el registro de los próximos 15 años de cultura en Antofagasta.

Fotos: Sebastián Rojas Rojo.




Ciudad Berraca

$
0
0



-Pobrecitos los colombianos, los discriminan si son unas tiernas ovejas.
-Colombianos traficantes fuera de Chile.
-Monos colombianos.

Las frases fueron escritas con pintura roja, en las murallas, frente a la fila de extranjeros que culebreaba por las calles sudadas hasta el edificio de la intendencia de Antofagasta, frente a la plaza colón, a la que también le llamaban la plaza de los gitanos pues estos se bañaban en la fuente por el calor. Le llamaban la plaza de las palomas y ahora la de los colombianos. Los rayados eran borrados con pintura luego de las denuncias de xenofobia en la prensa. Pronto, en la noche, los rayados aparecían como un terco sarpullido.
En esa sucesión de escritos y  borrados se encontraba la ciudad cuando en aquellos  días de enero de 2012, arribó la familia Landazuri Castillo, desde el Valle del Cauca, Colombia. Lo más importante de estos afrodescendientes es que entre ellos estaba el protagonista de esta historia, un chico de 16 años que venía con la misión de ayudar a su padre en todo lo que éste le solicitara como cargar sacos, cargar un carretón, cuidar la fruta o quedarse en la casa al cuidado de sus hermanos mientras papá y mamá vendían las papas rellenas que cocinaban en una olla negruzca por el efecto del fuego a leña. Ni hablar de estudios pues Jean, nuestro protagonista, había alcanzado hasta lo que denominan en Chile, el primero medio, o sea le quedaban en potencia tres cursos o tres años para alcanzar la universidad, algo que como usted ya puede deducir estaba descartado.
El problema para el señor Landazuri, era que el adolescente Jean, de mirada esquiva cuando le hablaba su padre, no tenía entre sus planes desarrollar una vida tan simple ni menos ser lo mismo que su padre. Jean guardaba en su interior a un chico ambicioso comparable a cualquier chico chileno de su edad. 
A estas alturas no cometa el error de proyectar a un futuro narco en Jean pues si lo hace usted pasará a las de los anti colombianos que rayaban las paredes de Antofagasta y que también tenían sus razones para hacerlo como explicaremos más adelante; por el contrario piense en Jean, como un muchacho que haría algo extraordinario.
-Chilenos maricones, nos tienen miedo. 
Fueron los rayados que comenzaron aparecer cuatro años después de la llegada de los Landazuri Castillo.



1.


Cuando nos instalamos en Antofagasta mi padre emitió un suspiró, abrazó fuerte a mi madre y nos dijo que aquí nos quedaríamos hasta quién sabe cuándo. Era el final de una historia que partió en Tumaco, Colombia y con un cruce por Los Andes a pie, al estilo conquistador, de por medio, que a cualquiera lo dejaría congelado, pero sobrevivimos porque dimos lástima pues a quién no le iba a provocar lástima,  presenciar a un hombre con una niña de 3 años en sus brazos, casi congelándose en plena frontera. Gracias a mi hermana estábamos aquí,  mirándonos. Juntos o por separados y eso idea de independencia me la guardaba para mí como las frutas que después le robé a mi padre para regalarlas a una chica que me gustaba; podríamos pasar pellejerías, pero nuestras vidas no estarían en riesgo constante a excepción que lo buscáramos y qué iba a saber yo, en ese momento, lo que sucedería. Nos abrazamos fuerte en medio del garaje oscuro y olor a humedad que nos cobijaría por un tiempo. Mi padre rezó y luego por contagio lloramos; yo fui el último y lo hice pues recordé cuando atravesamos de madrugada la frontera y con el temor que nos agarrara la PDI. La parte más triste de mi vida, en este momento, fue la espera con frío, bajo cero y unas tremendas ganas de vomitar entre Bolivia y Chile, la incertidumbre, la impotencia y el miedo hasta que nos subimos a un camión con patente boliviana que iba hacia Iquique.  Lloré. Mi madre, para variar, fue la que más lloró.
Demoramos un día en limpiar el garaje, que estaba lleno de bichos –al final nos íbamos a acostumbrar a convivir con diminutas cucarachas, arañas y hormigas que hacían su ruta sobre las expuesta cañería de pvc que nos daba agua- e hicimos con frazadas regaladas las separaciones. Todo lo que teníamos era regalado; el agua también. Quedamos juntos, apretados: dos camas y un colchón al suelo; nuestros pocos bártulos alrededor. No había conversación privada; mi padre era el que más sonidos del cuerpo emitía. Roncaba como animal.  Nos reímos con mi hermano cuando mi padre se pedorriaba y lo hacía seguido. Yo dormiría en el colchón. Luego llegó el televisor, el regalo de un vecino. Era un televisor viejo y pesado, pero servía para que mi hermana viera dibujos animados. Tiempos después nos regalaron más televisores; algunos venían pegajosos y hasta con polillas en su interior. Los vecinos se compraban televisor LED, y nos daban los viejos. Llegamos a tener tres. A los vecinos les servíamos como basurero de algún modo. En vez de ir a botar las cosas al basural, nos la regalaban pues estábamos más cerca y nos podían servir. Así, en un momento, fuera de la casa acumulamos alrededor de 20 lavadoras y 15 refrigeradores. Las lavadoras y refrigeradores llamaban a más, hasta que un día, pero eso es más adelante la historia de mis padres, mi padre decidió tomarse una terreno y cobrar por cada cachureo que le llegara. 
Veíamos solo televisión chilena. Mi madre se moría por ver Caracol TV. No entendía porque extrañaba tanto Colombia, si se quejaba tanto de ésta. Era contradictoria como todos los paisas; había que aferrarse a algo. Una vez mi madre gastó dos mil pesos, o sea un almuerzo para los cinco, en una cerveza Poker de 500 cc; se la tomó con tantas ganas como si adentro estuviera Colombia misma con todo su desorden, con toda su guerra interna. Quedó media borracha con ese poco, pues no acostumbraba a beber. Reconoció con desparpajo etílico que éste país era una mierda, no por el país, aclaró, sino por los vecinos que le hacían notar que era una negra, una pobre negra colombiana y vieja, que si fuera joven la tratarían de prostituta. Debía ser triste abrir la puerta y encontrarse con una cachetada de desierto. Tumaco, en cambio, era verde oscuro, de una fastidiosa humedad y con zumbidos de mal agüero. La puerta permanecía entre abierta durante el día para que entrara la luminosidad y espantara a los bichos. Por suerte, Antofagasta era una ciudad donde el sol se te adhería como cinta adhesiva hasta que se nublaba. Cuando en verano había nubes era como estar bajo una olla tapada. No había árboles ni llovía. Había que buscar la sombra de los palos postes y ésta era tan delgada que había que ser igual de delgado para disfrutarla. Las casas estaban encajadas en la arena dando la impresión de una ciudad marciana. El resto era cemento, asfalto y morros de arena. Una muralla separaba los modernos condominios de abajo, que tenían jardines y hasta piscinas –la idea era crear minis oasis-, con nuestro sector que eran casas similares entregadas por los gobiernos de turno. A veces algún vecino sacaba una piscina a la calle y los niños se metían, menos nosotros.
Nosotros vivíamos en una de esas casas del gobierno que estaba reestructurada entre un garaje que era el patio y la bodega, que era donde estaban las habitaciones, la cocina y todo eso. El baño era pequeño y estaba al fondo del garaje; justo donde comenzaba la bodega que estaba llena de cajas, todas del mismo tamaño. Entre las cajas había espacio para pasillos estrechos donde se podía circular. Por unos costados sacábamos la electricidad. El lugar nos los cedió la iglesia católica y a éste se lo cedió alguien de buen corazón, a quien no conocíamos pero de igual modo sentíamos un gran agradecimiento; en realidad mis padres sentían un gran agradecimiento por todos quienes lo ayudaban y un rechazo con quienes los discriminaban, no había medias tintas. No había que ser tonto para entender que nuestra función era cuidar las cajas que había en la bodega. Mi madre tenía las llaves, pues pasaba todo el día en el garaje. Abría y cerraba la casa.
Ni preguntar lo que había al interior de las cajas.
Luego los vecinos comenzaron a relacionar las cajas con los negros colombianos, o sea nosotros. Cajas llenas de drogas. Cajas llenas de armas. Cajas con drogas y armas. Cajas con ovoides. Cajas con colombianos adentro.
Una vez se llevaban las cajas y llegaban otras, con colombianos adentro.  Calculábamos con mi hermano cuántos colombianos podíamos caber en esas cajas de medio metro por lado. 
Mi padre era algo así como un Pablo Escobar negro, sin embargo las dudas se respondían por si misma ¿Por qué seguíamos pobres? ¿Cuál era el negocio? Entonces éramos parte de una red de narcotráfico más profunda de lo que podían imaginar. De partido, habíamos desovado todo nuestro cargamento; mulas humanas. Nuestros amigos colombianos no precisamente llegaban a saludarnos y hablar con nuestros padres sobre Colombia, sino que por el contrario; venían a desovar a nuestro garaje.
.......

(una novela que estoy escribiendo)


El estadístico (un relato de la Piedra Feliz)

$
0
0



Al inicio de unaestrecha escalera porteña donde el sol no parece haberse colado en meses, un señor que representa una edad posterior a  los 40 años, se acerca de improviso y me murmulla algo que no alcanzo a entender. Con un gesto le aclaro que no cuento con dinero. Voy rápido hacia algún lado. Le dice a mi espalda que está perdido, que lo ayude. Su tono de voz no es tan lastimero y eso me hace dudar. Me detengo. Da un par de pasos y se me pone al frente, nervioso. Me pide por favor que lo escuche. Lleva un bolso de un modelo antiguo, rectangular, color café y que parece cargado. Por favor, insiste en tono de súplica como si estuviera frente a un juez. Se presenta. Su apellido es Godoy, como el de un amigo y eso lo hace familiar. Pronuncia lento como entorpecido por algún medicamento. Es grueso de rostro y tiene unas pequeñas protuberancias blancuzcas en las mejillas y la nariz; detalles capaces de sonsacar alguna seña de asco en algún rostro sensible a la grasa. Parpadea. Sus ojos son grandes y de ese color verdoso de los potos de botella. Su mirada me transmite la ingenuidad de un personaje infantil robusto, algo así como el oso Yoggi. Deduzco que es un ser inofensivo. Su pelo es negro y permanece bien pegoteado hacia atrás por efecto de alguna gomina. No sobrepasa el metro 70 –tenemos la misma estatura-. Usa ropa ancha, tipo oficinista. Es domingo y sólo los evangélicos visten formales. La diferencia es que él no lleva corbata. En otro momento lo mando a la mierda, pero sus detallesme convencen de escucharlo. No sabe cómo empezar. Se lleva una mano al pelo. Su parpadeo tiende a regularse a medida que gana confianza. En ese momento, cuando ya he decidido escucharlo, se me repite esa sensación de vacío.  Saco unas monedas y se las entrego para escapar.
Me dice que acepta el dinero, si lo escucho.
-Paciencia, son unos minutos- me pide al ver mi rostro desencajado.
Regreso.
Busco un lugar que no huela a meado en la escalera. Nos sentamos. La única panorámica que tenemos es un trozo de calle y detrás, la fachada de un antiguo edificio de concreto. De vez en cuando pasa alguien por la vereda. Son pasadas las 10 de la mañana y la ciudad permanece nublada, con algodones de neblina sobre esas casas decadentes que abotonan los cerros profundizando el cuadro general de tristeza. Lo mejor sería caminar, abrigarse caminando por el plano o abrigarse subiendo y bajando escaleras hasta el cansancio y luego quedarse quieto en el borde de un mirador como el paseo 21 de mayo y en ese punto, cuando aparezcan las alas, desprenderse.
La otra posibilidad sería emborracharse hasta llegar a hablar con los perros.
Le ofrezco un chicle. Me rechaza y dice que no masca chicle pues le duele la mandíbula. Se toca un costado de la cara. Me quiere decir algo, pero luego desiste. Dos veces se pasa la mano de delante hacia atrás por la cabeza. Ese gesto me hace recordar a Marlon Brando como el coronel Kutz de la película Apocalipsis Now.
Le pido calma y que me diga dónde vive con el propósito de dejarlo en su casa. Por alguna razón que no alcanzo a discernir, deseo verlo encerrado. Preso en un manicomio. Que desaparezca y no moleste.
Reculo. Puedo salvar a Godoy.
Me dice, lento, que lo conduzca al estadio, a la puerta, pues allí lo conocen y que le permiten entrar gratis y después verán cómo regresarlo a su casa. No tiene claro a qué hora juega su club, pero remarca gesticulando como si le hablara a títeres en las manos que debe escribir la estadística del partido y eso es algo serio, según el tono de su voz y la firmeza de la mirada.
Su actitud pasiva de hipopótamo cansado no coincide con el pestañeo enfermizo que acompaña su parlamento. Dice que se le extravió el estadio y eso terrible, remarca mirándose la palma de la mano como si en el centro de ésta hubiera un ojo que lo observara. Dice que no recuerda nada y culpa a la estadística. Extrae un cuaderno desde su bolso. Me lo extiende. Lo recojo de mala gana y no le doy el gusto de abrirlo.

Ábralo, insiste. Pienso qué adentro está la dirección o algún teléfono; por último un mapa.
Lo abro de mala gana.
Veo diagramas y nombres de clubes de fútbol. Recortes pegados en las hojas. Todo parece en orden, en un orden casi obsesivo.

Me explica, esta vez sin pestañear, que desde tal año, escribe en cuadernos todas las estadísticas de los partidos de su club, Everton, cuando éste juega de local y que a veces, cuando puede, viaja a otras ciudades del país a seguirlo. En una ocasión partió a Argentina con la barra, cuenta con el entusiasmo de ser la experiencia más grande en su vida. Everton jugóen Buenos Aires, contra Lanús, por la Copa Libertadores. Se emociona cuando dice que Everton ganó a Lanús en Buenos Aires; fue el primer equipo chileno de fútbol en ganar en Argentina, repite como intentando conmoverme. Mueve la cabeza. Fue magnífico, afirma inmóvil.
Imagino torres de papeles apilados y en el medio, un colchón. El estadístico sobre el colchón y arriba, en una hoja de cuaderno adherida con un clavo a la pared están escritas las formaciones de los equipos, los goles, los cambios, los minutos que estuvieron en cancha, uno porcentajes que no entiendo, las tarjetas, los nombres de los árbitros, el púbico, la recaudación y  la cantidad de hinchas de cada equipo.
Por un rato Godoy me resulta una terapia.
Me muestra un doblado carné de socio; luego otra doblado carné de periodista y un tercer viejo carné de la asociación de fútbol profesional.
-¿Trabajas en un diario?- le pregunto.
Mueve la cabeza. Duda. Dice: -En estos momentos tomé licencia. Seguro, digo para mí, pues no puede andar trabajando.
No me deja decir te creo. Se mete la mano al bolsillo. Saca su billetera. La abre. Extrae un papel. Me muestra lo que debe ser la licencia y al ver mi desinterés, el papel vuelve al bolsillo. No sé que debe ser peor si contar el drama o martirizarse. Una gringa joven, de lentes, vestido y no muy alta, pasa con un cachorro de quiltro entre sus brazos a un costado de nosotros hacia ese punto de la escalera varios metros más arriba que de solo mirarlo duelen las pantorrillas. Demás está decir que la gringa ni siquiera nos mira. Dos  hombres marchitos, duplicados, sentados en un escalón, no es algo para contemplar ni menos indagar. Cualquier insignificante acto de comunicación la asustaría.
Sí, parecemos dos hipopótamos humanos.
-El fútbol no es la vida- pontifico mirando un rayado ilegible en la muralla. Antes que me responda, pienso que me apresuré en el juicio, es como asesinarlo de una vez.
-¿Su familia debe estar preocupada por usted, señor usted está enfermo? Le digo con tono cariñoso.
Mira al suelo.
-Mi madre –contesta con rostro de duda-. Ella sabe que los domingos voy al estadio, pero desconoce mi nuevo problema de la memoria. Sonríe. Luego haciendo una mueca teatral me dice que las estadísticas son de éste año, de la gran campaña de Everton. De repente pienso como él, logro ubicar a mi equipo, proyecto aquella final de la Copa Sudamericana, en el Estadio Nacional... pero no, ya no;  me dejó de motivar el fútbol. Me cuestiono se podría mantener mi cabeza ocupada en la estadística de algo para dejar de pensar en la muerte.
Lo miro a los ojos y cierro mis oídos para contemplar en el punto donde termina la escalera, tres chicos vestidos con los colores de Everton.
-Vamos-le digo de repente cortando su recital de Everton. 
-¿A dónde? Pregunta levantando las manos.
-Te llevo al estadio- le digo con alivio.
-¿Tiene dinero?- dice al fin.

Gente Maruchan (relato de La Piedra Feliz)

$
0
0
Dejo pasar un par micros cuyos  destinos escritos en colores flúor no me convencen y opto por una que va hacia el interior, simplemente por escapar del sol. El clima no estuvo dentro de mis prioridades cuando hace un par de semanas partí. Pensé en días nublados, fríos, como para permanecer un tiempo congelado.   
Subo.
El conductor es calvo, tiene un bigote cuidado, ondulado en las puntas,  de prócer y responde de mala gana si alguien le pide que se apresure.  Tiene una edad indescifrable, superior a los 40 años. Lo veo en el reflejo del vidrio y me comparo. Él tiene un destino; a mí me da lo mismo bajarme en cualquier lado y perderme. Un anciano debió morderse los garabatos. El conductor con asumida negligencia esperó que pasaran tres luces verdes; algo así como 5 minutos de detención, que desesperaron al anciano ¿Hacia va tan rápido un anciano? Pensé en la muerte, pero luego despabilé, el anciano tenía más claro su destino que todos nosotros. El conductor es un dictador nato. Manda en su metro cuadrado, en su máquina, en su tanque. Cuando no está conduciendo debe ser uno más de la masa sometida a las deudas, como yo y todos los que vamos respirando aquí dentro. Lo imagino subiendo doblegado a otro micro. Se ubica. Se pone a disposición del chofer y espera.   
Es mi trabajo, le respondió con fuerza el prócer al anciano. El anciano no tuvo consenso entre los pasajeros y estos éramos: yo y un grupo de adolescentes, estudiantes, que conversaban. Adhiero al conductor por pereza y porque no quiero alterarme por una discusión sin sentido. Si me vine para acá, es porque no quiero tener problemas con nadie.  
El anciano que llevaba una bolsa llena de sopas Maruchan hizo un movimiento nervioso con su pierna, movió la cabeza y lanzó un garabato silencioso. No tenía otra opción.  Cuando se sube a éstas micros, se acepta de inmediato la tiranía. Relacioné la espera del conductor en el semáforo con una deuda; una deuda que le atormenta y una deuda que en cada circuito de una hora y media apresura su envejecimiento. Por cada circuito le aparecen arrugas, canas y verrugas en el intestino.

Entre más circuitos que haga  y  más pasajeros que lleve, más dinero tendrá y en consecuencia sólo querrá aumentar las horas del día. A veces, en el terminal, el conductor se tomará una sopa Maruchan que lo revivirá y le abrigará las tripas para continuar circulando.
La sopa Maruchan es la droga.
Entonces para el chofer, el viejo es una pata de jaiba; algo que se sube y baja o un mueble, una cosa. Al final todos los pasajeros nos amalgamamos en una masa deforme de carne después de cancelar el pasaje.
En una delas extensas esperas frente a un semáforo me deslumbra el mohicano amarillo de un chico punk y su polola. Ella con rostro deslavado, de despertada de mediodía, sonriente, va abrigada en un paletó oscuro. Ambos cruzan lentamente sobre el paso de cebra; parecen felices como si hubieran hecho el amor toda la noche y ahora él le deja a ella en su casa después de fumarse un caño de marihuana como desayuno. Lindos. Recorto la escena y la ubico en medio de la ciudad de donde provengo y de inmediato siento el rechazo hacia el chico.
Yo también fui punk, pero me sacaron la cresta.
Puede proyectar a los orcos de la ciudad de dónde provengo.
Llevo dos semanas aquí y cuando no tengo nada que hacer parto a leer la ciudad a través de la ventana de una micro. No me interesa ir rápido o despacio. No importa la velocidad cuando asumes que nadie te espera al otro lado. Eres libre de bajarte dónde quieras hasta que sientes un frío en el estómago que te dices que debes regresar al punto de partida, al congelador.
El chofer se detiene.
La mujer es de ojos pequeños, piel del rostro apretada como cartón y su cabello está desparramado, sucio. Viste una desteñida chaqueta de polar que tiene adheridos restos de pasto seco. No durmió bien y quizás no se alimenta bien. Tiene la boca apretada. Su rostro me retrotrae al de un pariente quien nunca se pudo recuperar de la muerte de su hijo. Antes de pagar su pasaje, mira con desgano al interior del bus. Luego le entrega las monedas al conductor, voltea el rostro y se sienta justo detrás del chofer, en el sol.
Ahora somos seis en la micro. Todos en la sombra, menos la mujer que calienta su cuerpo como una reptil.
Los chicos hablan de uñas encarnadas. 
Serpenteamos por la costanera rumbo a Reñaca. El conductor enciende un cigarro mientras conduce. Toma el volante con una mano. La otra mano la tiene afuera con el cigarrillo en los dedos. Sabe que nadie le dirá nada porque fuma; si alguien de los presente lo hace, detendrá la micro, sacará el palo que tiene al costado y le dará en la cabeza. Afuera, un trío de bellos y bronceados trota.   
Espero que suceda algo extraordinario para acabar el cuento, en definitiva por eso justifico el costo del pasaje. Imagino a los chicos abrazando a la mujer triste; quizás algo menor: los chicos compadeciéndose de la mujer, buscando una manera de ayudarla, pero los chicos siguen hablando de uñas encarnadas.
Y yo.
Yo también podría abrazar a la mujer.
Afuera un hombre medio borracho vomita a un costado de la costanera, mientras una mujer lo espera. El rostro de la mujer me parece duro. Es la misma mirada de la mujer que va detrás del chofer. No hay ternura; no hay sueños. Ese momento es neutro para ambas.  La mujer de afuera descansará cuando el borracho se duerma. La mujer despertará cuando se le acabe la borrachera a su pareja, recién ahí comenzará su domingo.
De pronto el trío de bellos se cruza con la pareja decadente y se produce un exquisito contraste. El chofer frena de manera abrupta, lanza un garabato a un ciclista y aumenta la velocidad. Luego enciende un cigarro.
El viejo tose. El viejo va a Reñaca a mirar culos encintados.
Pienso en la pareja decadente. No me explico qué une a la mujer con el borracho. Una amenaza puede sustentar todo a esas alturas.
El chofer está amenazada por las deudas; la mujer que va detrás, amenazada por algo invisibles; le viejo por alguna enfermedad; los chicos por alguna infección en las uñas encarnadas y yo por algo que no quiero reconocer.
Sopas Maruchan.  Repite el anciano que ahora se pasea por la micro. Compro sopas. Su mano es áspera y los dedos son pequeños.
Vierte las monedas en su bolsillo.    
Los chicos siguen hablando de sus uñas encarnadas.
Me paro, camino hacia la puerta, miro a la mujer y le entrego la sopa.

La mujer me mira y  baja conmigo en Reñaca con la mano llena de afecto.

Neftalí Milfuegos y la libertad de no pertenecer a ningún lado

$
0
0



La novela está escrita en sueco. El autor, un joven chileno-sueco, reconoce que por primera vez en su vida respondió un cuestionario en español. La novela partió en un viaje que hizo el autor a Valparaíso.
Pablo Palacios Åström es un veinteañero sueco de padre chileno y madre sueca. Su padre llegó a Suecia el 86. “Como niño entendí que Suecia no era mi país. Como "cabeza-negra" en Suecia se te hace muy claro. Este país tiene una historia todavía no confrontada. Fue uno de los primeros en institucionalizar el racismo, a través de  la institución biológica racial. Al mismo tiempo suecia era/es neutral y esa también fue su postura durante la Segunda Guerra Mundial, pero al mismo negoció con la  Alemania-nazi para que estos entraran a Noruega”.
 “Cuando yo era niño, en los 90, hubo hartos enfrentamientos entre neonazis y antifacistas en las calles. Así era el clima, el otro racismo es el estructural, el elegante y  que está abajo de la meza que es el de la vida cotidiana”, dice.
Y los años pasaron

Los años pasaron y  Pablo se construyó en esa realidad. “El deseo de pertenecer algo se manifestó  muy fuerte, entonces Chile, la identidad chilena, siempre estuvo ahí dando vueltas sin realmente saber. Me consideraba como chileno. Era orgullo, pasión y fuerza. La relación que tenía con Chile era a través de mi padre, del lenguaje, de mis tíos que estuvieron acá varios años en la clandestinidad, en la música, los festivales con otros chilenos/latinos acá en Suecia, las empanadas, la selección de fútbol chilena, memorias de cuando estuve de paseo en valpo a los 6 años, sabores y olores. Todo romántico”.


La novela está firmada por Neftalí Milfuegos y se llama Tankar mellan hjärtslag  (Ideas entre latidos). Lo interesante es que ha logrado interés de la crítica de su país.
Cuenta que siempre quería ir a Chile y dejar Suecia. “Cuando estaba estudiando en octavo básico, me preparé. Les dije a mis viejos que quería ir y  mi madre me lo negó. Después de mi primer año en la secundaria, que acá son tres años, le dije que era el tiempo”.
Y partió.
Tenía 18 años y reconoce que sentía una mezcla de libertad y temor. “Llegué a Chile y a Valparaíso, la ciudad de donde viene toda mi familia de parte de mi padre. Fue un choque total, un enfrentamiento de culturas. Todas mis ideas de lo que era Chile y de lo que era yo, fallaron. Todo se desmoronó”, dijo.
-¿Y qué sucedió?
-Me imaginaba que Chile era la respuesta a mis preguntas existenciales. Estuve 6 meses y pasaron muchas cosas. Terminé huyendo del país aunque siempre supe que tenía que regresar y enfrentar todo de nuevo. Los años entre el primer viaje y el segundo, que es el libro, eran años en los que pude contemplar lo que había pasado, es decir: sentimientos, pensamientos, mucha agresión y en lo personal odio hacia todo, no sólo a Chile si no hacia Suecia, hacia a la vida.
segundo viaje
Llegó la oportunidad de regresar.  “Había una escuela sueca de periodismo en Valpo. Postulé y quedé. Nunca tuve la idea de que quería escribir un libro. En la secundaria, en Suecia, tenía un profesor quien era estupendo. Nunca antes había leído literatura o encontrado las palabras importantes, pero en las clases de este profesor las palabras se convertían en pura vida. Una tarde comencé a escribir. Llegué a Chile la segunda vez y por nueve meses con la intención de hacer periodismo de radio.  Sabía de los conflictos entre el Estado con el pueblo mapuche  y  del movimiento estudiantil”.
“Entonces una amiga que había estado en la toma de su universidad durante el 2011 me dijo que aún había colegios en toma.  Me fui a la toma del liceo Guillermo Rivera en Viña. Estuve con ellos unos días y después me senté a escribir. Ahí partió todo”, dice. Surgieron los primeros textos que después son el fundamento del libro.
Dice que comenzó a entender la historia de Chile. Leyó diversos textos sobre el país, Latinoamérica y que todo lo complementó con lecturas de filosofía.
Los personajes en el libro están basados en personas reales.
“Al final -dice-, tener dos nacionalidades es libertad pues la meta es la liberación y eso está en la novela. Me liberé de Suecia y Chile. No soy de ninguno de estos dos países; soy un ser humano y esa es mi libertad final. La idea de la nacionalidad y la maldad del nacionalismo no construyen, por lo menos estoy consciente de esto y por eso puedo trabajar en contra de estas estructuras. Al final las  fronteras son imaginarias en una mapa, pues hay un solo pueblo”, afirma
-Se entiende que la novela está basada en tu proceso personal
-Para mi esto es terminar de identificarme como chileno o sueco.
Pablo hoy hace clases en una escuela de Suecia y estudia sobre el racismo organizado en ese país.



 

un hombre flaco y una esposa de teleserie

$
0
0

“El Fumador”  que es un híbrido entre un cuento largo o una novela corta es el texto de Juan José Ribeyro más conocido. Luego de leer “El Fumador” la cabeza dibuja una imagen  que coincide con la foto del escritor en la solapa del libro, un hombre delgado y larguirucho.
La mayoría de los cuentos de Ribeyro son autobiográficos y eso se aclara en el libro “Un hombre flaco”, del periodista peruano Daniel Titinger (conocido por sus crónicas en la revista “Etiqueta Negra”), publicado en Chile por las ediciones UDP.  “Un hombre flaco” es una biografía novelada del escritor.
Juan José Ribeyro (1929/1994)  fue un escritor y periodista peruano que armó su obra bajo la sombra de la monstruosa figura de Mario Vargas Llosa. Puede decirse que Ribeyro es la criatura no reconocida del boom latinoamericano.  Fue amigo de Vargas Llosa y Cortázar. Mientras no estuvo enfermo (lo persiguió el cáncer y sus derivados),  compartió  con los nombres del boom y degustó el opíparo mundo que los rodeaba. Supo de los desencuentros de los monstruos.
A pesar de su estirpe aristocrática, asunto importante en Perú, Ribeyro decidió dejar Lima e irse a Europa. En el viejo continente hizo de todo para sobrevivir. Pasó pellejerías. La mezcla entre la soledad y estrechez parió a uno de los grandes cuentistas peruanos y latinoamericanos del Siglo XX.  La literatura y los amigos (influyentes en Perú) lo sacaron del anonimato y le permitieron vivir de manera cómoda. La literatura le trajo a su esposa, Alida Cordero, según el libro, una joven peruana sensible a las artes que buscaba enamorarse en París, de algún escritor.  Los cuentos de Ribeyro no son copiosos en lenguaje ni escudriñan en el realismo mágico, por el contrario son precisos y contundentes, más cercanos a la tradición estadounidense de Faulkner .  Ribeyro, quizás sin tramarlo, es el eslabón entre la generación mágica y la literatura posterior. Por eso su obra es tan valorada hoy, de ahí se explica el interés de Titenger por Ribeyro.  El libro “Un hombre flaco” nos permite apreciar la vida, las motivaciones y los amores de Ribeyro a través de un narrador, Titinger, que a ratos y de manera antojadiza escribe como un fan. Sin embargo ese detalle no le resta valor a la obra, sino que la acerca al lector.  Sobresale el protagonismo desmesurado, a ratos de teleserie, de la ambiciosa Alida Cordero en la vida de Ribeyro.  Bryce Echenique también aparece  recordando a Ribeyro con cerveza alrededor, alimentando su estereotipo de bebedor.  “Un hombre flaco” aporta anécdotas a la gran biografía de este escritor peruano.

Vida y muerte de Juan Firula por Luis Carrasco Guala

$
0
0

¿Qué es eso “La mierda”? El final de una tetralogía literaria. Tetra tetra, como las cajas de vino.  Sí.  Pero, no.  Son cuatro libros para una historia.  Tetralibros, digamos.  Más, el protagonista de estas novelas bebe poco.  Es adicto al baile, fanático del jazz.  Jazz neworleano, por cierto (Fernando Lecaros aparece nombrado a veces).
En el salón de baile “La Buenos Aires” conoce a la cálifa hampona, grupo humano conformado por ladrones, cafiches y otros personajes de la vida nocturna.  Están allí:  Muleta, lanza de tranvías, góndolas y busess; Gómina, ladrón de barrio alto; Carreta Vieja, embaucador y cafiche; Mario Corneta, vividor y borrachín; Pomarropia, pistolero y jugador, y otros.   Aaah y el famoso Cachetón Pelota, suductor y tratante de blancas.  Allí, en ese salón será seducido por la prostituta Olga, su primera experiencia sexual con una fémina.  Allí precisamente allí, comenzará el auge y caída de Chicoco Escudero, que acabará como cualquier vida de cualquier ente de la noche:  como “La mierda”, cuarto volumen y final.
¿Por qué empezar por Armando Méndez Carrasco?  A una pregunta como esta la respuesta natural es por qué no?  Por ahí, Silvio Rodríguez dice que va hablar de cosas imposibles, porque de lo posible se sabe demasiado.  Por aquí, hablaré de autores desconocidos (para el pop en general, se comprende), porque de los otros algo se sabe, los desconocidos a medias.  Algo se habrá leído de Manuel Rojas (“Hijo de ladrón”, tal vez;  “Un vaso de leche”, quizá.  Pero “La oscura vida radiante” o “Los costumbristas” …), mas no lo hace un conocido.  Bueno, por eso… y otras razones cuyo momento de esgrimir no es este.  Básteme decir que entre una Educación sin objetivos y un periodismo raquítico el pop navega a la deriva.
Y en el comienzo fue “Juan Firula” (1948), colección de cuentos que por su temática prefigura esa obra maestra dentro de lo que se denomina Literatura de la calle:  “Mundo herido” (1955), novela ambientada en los cerros de Valparaíso y cuyos personajes son niños de la calle.  Antes (1951) “El carretón de la viuda”, que es un exceso de cebolla, se le pasa la mano con el melodrama.  Otro conjunto de cuentos “La mala intención” (1958), para encontrar definitivamente en 1962 “Chicago Chico”, el comienzo.  La crítica de la época rasgó vestiduras ante la novedad:  descripciones descarnadas, palabras de grueso calibre, “culo”, por ejemplo (ja, ja), etc..  Sin embargo, la crítica literaria, musical, crítica en general siempre ha sido conservadora en su época ante lo novedoso:  siempre lo mismo bajo el sol.  En 1963 aparece “Dos cuentos de jazz”.  El primero “El trompetista de Harlem” es el relato de la leyenda urbana de los últimos días del trompetista de jazz, Bix Beiderbecke, desaparecido en 1931.  El segundo, un cuento que obtuvo mención honrosa en el concurso “Hernández Catá” de Cuba, en 1949 “El conventillo danza”.  Lleva un prólogo de Andrés Sabella y un estudio técnico acerca de la música a que alude el texto, por Francisco Deza.
Por fin, en 1965, llega la segunda parte de las cuatro que constituyen la odisea de Chicoco Escudero “Ordene, mi teniente”.  Abusa de la paciencia del lector describiendo las barrascas de carabineros.  Es posible que pensara que el título lo reclamaba, vaya uno a saber.  Una recopilación de las crónicas, que nuestro autor escribía para el diario Las últimas noticias se hizo libro en ese mismo año:  “Crónicas de Juan Firula”, que en conjunto es una suerte de fragmentaria autobiografía.  Ensenguida, la tercera entrega de la susodicha tetralogía “Cachetón Pelota” (1967).  Escrita en forma brillante, Chicoco se pregunta por la existencia, por el valor de la vida cotidiana, por la amistad.  En 1970 finaliza la aventura con “La mierda”.  Aparece “Chicago chico” como obra de teatro.
El cinco de septiembre de 1973 se edita “Reflexiones de Juan Firula” alter ego de Méndez Carrasco.  Es un librito con un manojo de aforismos a la Nietzsche, por así decir.  En la introducción se nos advierte que se dividen en dos secciones:  la que apunta a paladares siúticos, la que apunta al pop pícaro.  Los ejemplos:  “El sexo es un animal independiente”; “Las noticias no son tan desagradables cuando se leen cagando”.
Para 1979, Nascimento edita “Diccionario coa”.  A esta colección de voces lo acompaña un breve cuento “Coche sin número”.
El primero de febrero de 1982, Las últimas noticias publica la foto de una pintura en blanco y negro, bajo la cual se leen unas pocas palabras citadas de un folleto que escribe Luis Sánchez Latorre.
Se sostiene que Méndez Carrasco ahora pinta.  “Sus libros se vendían a media voz y a medianoche en las tabernas de Santiago (…) Fue best seller.  Vivía, como Balzac, de lo que le procuraba la pluma.
Ahora Juan Firula pinta.  “En esa nota le preguntan “—Cada cuánto tiempo va a salir un Cuaderno de cuentos?  --Una vez al año. --¿Y cuántos piensas publicar? –Unos cien …”

Armando Méndez Carrasco nació en Santiago de Chile en 1915 y murió en Los Angeles, Estados Unidos en 1983.

Vivir del arte en Antofagasta

$
0
0

Antofagasta es la única ciudad de Chile donde los artistas viven como burgueses. Los otros artistas burgueses que disfrutan del arte puede ser la casta de los actores de teleseries, los pintores ochenteros que venden al público de Las Condes o los escritores best seller.
¿Qué hay de malo en ser un artista burgués?
Ninguno.
La idea romántica es que el artista se muera pobre. Su arte es valorado después de la muerte, los casos son muchos. 
Hay arte de calidad en el país que merece retribución económica.
El problema es la creación artística condicionada, una industria cultural hecha a medida de quienes invierten. 
Y eso sucede en Antofagasta.
Antofagasta debe ser la única ciudad de Chile con artistas burgueses gracias al aporte de la minería. Se cuidan la imagen. Su discurso es políticamente correcto. Batallan contra el centralismo por buscar algún motivo para pelear. Se aplauden entre ellos, pero con muecas. Cuando la crítica se desborda, se pelan por detrás, pero se aguantan finalmente. Viven cómodos. Nadie los discute por qué no hay más.
Un artista que vive al tres y al cuatro en otra ciudad, si llega a Antofagasta, hace buenas conexiones pronto engordará.
En Antofagasta el arte es un arte cuando se busca el aporte de las mineras.
Primero el artista debe saber la línea editorial de las mineras; en la mayoría conservadora en los temas sensibles a ésta, es decir: ninguna crítica a la contaminación;  ninguna alusión a la extinción de las reservas de agua o al mal vivir de la oligarquía minera que se traduce en una ciudad sucia y de malos gestos. Después viene un trasvase sobre temas valóricos.
Al final queda un arte decorativo, amigables obras de teatro o la feria del libro donde el núcleo está reservado para los stands de los auspiciadores, las mineras. El arte marketizado suena falso por dónde se le mire. Algo así como que ser artista en Antofagasta es como ser político en Chile
difícil hacer algo crítico sin cocinarse.

Cuando los artistas de Antofagasta hicieron de esto su profesión, pasaron a racionalizar sus ideales. 

los artistas de la minería, por Tirila

Entrevista a la banda antofagastina Lumpenuza

$
0
0

La irrupción de un grupo como Lumpenuza ha sido una gran noticia para la escena musical del país. Y es más sorprendente aún que sean de Antofagasta. Sin duda su primer álbum homónimo -con su carátula directa-  es una gota de oxígeno en un cada vez más predecible y precario panorama musical en la ciudad, y me atrevería decir que en el país.
 Lumpenuza integra la tradición más setentera de grupos como “Arenas Movedizas” o los “Blops”,
con la nueva poética urbana que se desarrolla paralelamente al mainstream nacional  -principalmente el hip hop- , sacando la médula de lo que sienten los jóvenes desplazados y ansiosos de escuchar algo o alguien que de verdad los interprete.  Conversando con Manuel, su vocalista y principal letrista, descubrimos la posición que el grupo toma ante una realidad partida en Antofagasta.
 “Nosotros nos desarrollamos al margen de todo, todos con papás separados, todos sin estudios formales de música y todos con grandes ganas de decir lo que se nos venga en gana, pero decirlo bien”.  Aunque estas palabras pueden sonar un tanto altaneras, al preguntarle por la carátula de su primer cd editado y producido por el sello “Rompeholas”, podemos dimensionar la línea estética de la agrupación, y la coherencia de su propuesta artística.
 "La foto de portada del cd la tomó el Ripio –baterista- en la avenida Brasil, es una paloma aplastada por los autos que pasan sobre ella sin darse cuenta, nos gustó porque simboliza cómo vive la mayoría de la gente en antofa, aplastada por la furia compradora de la minería y de sus lacayos, y también porque las palomas son sucias, están llenas de enfermedades y se comen el trigo del puerto, son una plaga, como nosotros que buscamos despertar el germen y la rabia que habita los corazones de los antofagastinos que no alcanzan a ver esa riqueza de la que tanto se habla pero que no se ve en el diario vivir, es cosa de mirar y pasear por el centro en la noche para ver cuánta basura acumulamos y cuan egoístas y pequeños somos al no tener la dignidad mínima de tener limpio el centro de nuestra ciudad”.
 Ripio agrega a esta reflexión que le han dicho que son punk, pero lo niega al instante. “No somos algo, no sabemos lo que somos, como nuestra ciudad, donde el municipio hace concursos de banderas para buscar identidad mientras su patio continuo, como lo es playa paraíso, está lleno de basura, esa quizás sea nuestra mejor bandera, nosotros hacemos música y si nos escuchan, sobre todo los jóvenes, estaremos felices, porque es la confirmación de que lo que hacemos no es en vano”.
 El compacto de Lumpenuza contiene 10 tracks donde llama la atención que sus letras hablen de Antofagasta sin tapujos, pero que a la vez suene como un grupo que podrían escuchar y hasta bailar en cualquier parte del mundo. Sin duda este atributo es el acierto más importante del grupo.
 Ripio nos explica que no hubo intención en ese logro y que recién se percataron cuando los contactaron desde España para saber de ellos. “Al principio nos pusimos a tocar mientras Manolo palabreaba sobre las improvisaciones, luego fuimos cuajando hasta llegar a las canciones, no se nos ocurrió poner nuestra música en youtube o soundcloud u otro receptáculo en la red, sino que enviamos algunos temas a algunos grupos que nos parecieron interesantes para ver qué pasaba, y nos respondieron muy animadamente por nuestra música desde España y Suecia, de ahí, en una vuelta bien extraña Rompeholas nos contactó por recomendación de estos grupos amigos”.

-¿Por qué le pusieron Lumpenuza?
-Porque es la mezcla de lumpen y lolapalooza .


 Finalmente preguntamos a Lumpenuza si piensan quedarse en Antofagasta o intentar una carrera nacional o internacional como lo han hecho algunos grupos de la ciudad. Meme –bajista- nos aclaró de inmediato que irán donde alcancen a ir. Manuel fue más allá y expresó su amor, a pesar de todo, por su tierra y que su lucha estará siempre acá. “No me veo para siempre fuera de Antofagasta, si tenemos que viajar viajaremos, quién no querría, pero el regreso es acá, en estos momentos nos hacemos cargo del apartheid antofagastino y lo denunciamos porque aquí algunos lugares son mejores y otros, como un acantilado impasable, son vivibles solo desde la miseria cotidiana”.
 Ripio concluyó por el grupo, que se completa con Greta en teclados y bases, que sería interesante que en Antofagasta los artistas pudieran o buscaran ser antofagastinos y nacionales y si se puede universales, que sólo esa opción es la que de verdad pondrá a la ciudad en su dimensión humana y geográfica en el mapa del mundo, “al estilo de Rivera Letelier, pero con más punche, sin vergüenza al presente y con una potente fuerza de voluntad para no caer en el baño oportuno de las monedas de cobre que nos ofrecerán”.
Viewing all 156 articles
Browse latest View live